Cuauhtémoc Celaya Corella
Me dirás Inge, que este escrito es como si fuera la parte dos del anterior, y no lo es, aunque el tema sea el mismo, el enfoque es diferente. Si no, sigue leyendo esta charla y me dirás al final que lo es. Culiacán ha sido una ciudad que le costó trabajo dejar el romanticismo de los años 50, cuando todos se conocían, me lo dijiste un día, la ciudad pequeña donde pasaban pocas cosas.
Hay alguien que contó que sus papás, que llegaron de Durango con la apertura de las obras hidráulicas de la presa Sanalona a finales de los 40, y que posteriormente, a inicios de los 60 se convirtió en una hidroeléctrica, encontraron paz, tranquilidad y trabajo, sobre todo. Culiacán ya avizoraba un progreso agrícola y una pujanza económica, que se desarrolló entrada la tercera parte del siglo que se fue.
En su desarrollo, Culiacán ha tenido de todo. Desde las tragedias provocadas por los fenómenos naturales, pasando por su economía en desarrollo, su actividad ilícita derivada del tráfico de enervantes hacia el gran demandante que es Estados Unidos, su pasión deportiva en diversas áreas, su gastronomía, su música, y la conformación social con quienes hemos llegado a vivir nuestro mejor tiempo y dejar en ella nuestro mejor esfuerzo, que se ha convertido en cariño y pertenencia a la tierra de los tres ríos.
Pero pocas veces se le ve sonreír con la sonrisa franca de ver a una sociedad en paz por momentos, libre, agradable y ser anfitriona de muchos niños, jóvenes y personas adultas, quienes corriendo conforman un mosaico humano que la ciudad disfruta y se enorgullece de verse viva, y saberse apreciada por hombres y mujeres buenos, que en el deporte se entrelazan y se ven diáfanos, sabiendo que cumplieron para sí y para los demás, desarrollando un esfuerzo físico en donde lo que importa es la fraternidad.
Por no asistir Inge, te perdiste de ese espectáculo que es el Maratón Internacional de Culiacán. Yo sí fui, y me aposté por la calle Obregón para ver la llegada de los atletas, que lo hacían con la satisfacción de haber corrido, 5, 10, 21 y los 42 kilómetros en que se conformó la competencia.
Fue la mañana del domingo, un derroche de gritos y aplausos que mostraban la alegría de los corredores, quienes respondían a esas muestras humanas de apoyo. Padres con sus hijos cruzaban la meta de la carrera, también la cruzó quien corrió por su hermano, quien sufre una enfermedad que le impide hacerlo y en su nombre, con la vergüenza de quien sabe hacerlo llegó a la meta: por una mañana, se olvidaban los problemas personales y los que aquejan a una sociedad que quiere un mundo mejor.
Caminar por enfrente de la casa municipal en donde en su patio principal, se celebraban bailables regionales de muchos estados del país, se disfrutaba de la alegría sana que producen los jóvenes y los papás de los jóvenes, las novias y los novios en una amalgama humana que consuela al cansado, da ánimo al que con sudor físico muestra los estragos de la carrera, ver a quien come una golosina, quien está pendiente con su uniforme de paramédico, escuchar la voz de quienes relataban el arribo de competidores dando pequeñas frases de aliento para cumplir con el esfuerzo final, en los metros últimos de la contienda, arropaba el ambiente humano y se sentía que la ciudad sonreía.
Era una especie de carnaval, Inge, pero en otro sentido, en donde los actores se complacían mirándose entre ellos, conociéndose, saludándose tal vez por primera vez, o deseándose suerte para encontrarse en otra ciudad, en otro maratón y probar de nuevo su resistencia, la mejora de su técnica y el sueño de volver a ser ganador.
Yo sentía que la ciudad sonreía. Que por esos momentos no recordaba sus momentos de angustia, de dolor colectivo cuando la azota la naturaleza, cuando se refugia en albergues, cuando en los centros de acopio encuentra algo que mitigue la sensación de verse dañado.
Después del evento, el resto del día, imagino que se siguió viviendo la euforia en aquellos que partieron hacia su destino, llevándose una grata impresión de una ciudad anfitriona que cumple y lo hace bien, que se llevan la invitación para volver dentro de 12 meses, y que ese recuerdo les es un bálsamo para el cansancio provocado por el esfuerzo. Y los de casa, los corredores atletas, seguro debieron dosificar la alegría y la satisfacción de haber participado y triunfado en su reto deportivo.
Sí, fue el día en que Culiacán sonrió, porque se demostró que es capaz de organizar un evento que le maquilla el rostro, aunque sea por un día, de la deforme máscara que le coloca la violencia y la delincuencia urbana.
Bien escuché un día la sentencia de que si los delincuentes y violentos se dieran cuenta de qué bien se siente cuando se vive bien, si lo supieran, cambiarían sus conductas sociales.
Pero cuando la ciudad sonríe, hasta el agua de los ríos lo hace y nos damos cuenta de cuánta solidez social genera esta actividad humana.