El Dios escondido

    Es común que cuando las cosas van bien, muchos de los creyentes se olviden de agradecer a Dios. En cambio, cuando la situación no es agradable, se recurra al ser divino con improperios, quejas, reclamos y lamentos.

    En el Evangelio de Lucas (17, 11-18) se narra la curación de 10 leprosos que hizo Jesús; sin embargo, solamente uno de ellos regresó a agradecer la sanación y era un samaritano, los cuales ni siquiera tenían buena relación con los judíos.

    En los pasajes de Marcos 15,34 y Mateo 27, 26 se comenta que el mismo Jesús, estando crucificado, gritó: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Sin embargo, lo que parece un grito desgarrador es una súplica confiada, pues recita el Salmo 22, el cual comienza con ese pretendido reclamo, pero culmina confiadamente: “Sálvame de la boca del león, porque me has oído desde los cuernos de los unicornios. Declararé tu nombre a mis hermanos; en medio de la congregación te alabaré” (versículos 21 y 22).

    Por tanto, hay que confiar, agradecer y buscar absolutamente a Dios en cualquier circunstancia, pues, aunque parezca estar lejos y escondido se encuentra muy cerca de nosotros.

    Martin Buber recogió un cuento hasídico titulado “El juego del escondite”, donde se dice: “el nieto de Rabí Baruch, un anciano rabino, jugaba un día al escondite con otro niño. Estuvo escondido mucho tiempo pensando que su compañero le estaba buscando hasta que, cansado de esperar, salió de su escondite y corrió llorando a contarle a su abuelo, el anciano rabí, que su amigo ni siquiera se había puesto a buscarle. Los ojos de Rabí Baruch se llenaron también de lágrimas y dijo: “Eso es también lo que dice el Señor: Me escondo y nadie me busca”.

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