El equilibrio de alta criminalidad en México: verdades insoportables (3)

09/06/2025 04:01
    ¿Es posible que la historia siga su curso sin que sepamos jamás cuál es, desde la mirada oficial, la verdadera dimensión del problema del crimen organizado? Negarse a reconocer una verdad insoportable puede ayudar a invisibilizarla, pero no a modificarla.

    Esta es mi tercera colaboración en línea sobre la teoría del “equilibrio de alta criminalidad” en México, formulada por Marcelo Bergman. En la primera entrega expliqué el concepto y me pregunté si la presión de Estados Unidos o de una institución internacional como la ONU podría alterar ese equilibrio al impulsar una reducción de la impunidad en nuestro país. En la segunda planteé más interrogantes: ¿tiene el Estado mexicano la capacidad real de contener a la delincuencia organizada? ¿Qué tan desestabilizador podría ser un embate sostenido desde el país vecino? ¿Y si el futuro inmediato no nos depara menos violencia, sino más?

    Ahora, intento esbozar algunas respuestas. Respuestas que quizás resulten intransitables en términos de su aceptación dentro de la narrativa pública hegemónica. Verdades insoportables, digamos, parafraseando al clásico.

    Lo primero que enseñamos en la materia de seguridad ciudadana es que hablar del tema implica siempre una dimensión subjetiva. La experiencia personal de cada individuo, barrio o comunidad construye su propia manera de entender la seguridad. Sabemos que, a mayor cercanía con una experiencia de victimización, mayor será el temor. Por eso, para quien nunca ha sido víctima -ni directa ni indirectamente- la inseguridad puede parecer un fenómeno lejano, incluso irrelevante. Esto se agrava con los mecanismos de negación que operan de forma casi instintiva.

    Así, incluso entre personas que viven en el mismo lugar y tiempo, la percepción de seguridad puede variar profundamente. Hay quienes no conciben la posibilidad de ser desaparecidos o asesinados, aunque ambos fenómenos sean masivos en el país en el que habitan. Desde su posición social o territorial, simplemente no se sienten en riesgo.

    Un contraste ayuda a ilustrar la gravedad del asunto. En espacios especializados -académicos, periodísticos y de justicia penal- está ampliamente aceptada la existencia de una simbiosis entre el crimen organizado y el Estado. Sin embargo, las narrativas hegemónicas que circulan en los medios masivos -los discursos del propio Estado y de los medios alineados con él- siguen dibujando una frontera imaginaria entre ambos. Persiste la expectativa de que, de algún modo, esa separación institucional prevalecerá o será restaurada en algún momento. Esta disonancia puede explicarse, al menos en parte, por el dominio que han alcanzado ciertos emisores de mensajes sobre el uso estratégico de las emociones: distraer, opacar, ocultar o mentir de múltiples maneras.

    A veces me impresiona ver la confusión -o quizás el desconcierto- que se apodera de quienes hablan desde cabinas de radio o estudios de televisión de gran audiencia, cuando se enfrentan una y otra vez a la evidencia de esa simbiosis. Parecen no encontrar cómo cerrar el relato, terminando muchas veces con un resignado “en fin”, como si ni ellos mismos supieran ya cómo darle sentido a sus propias palabras.

    Negarse a reconocer una verdad insoportable puede ayudar a invisibilizarla, pero no a modificarla. Solo se la esconde. En colaboraciones anteriores recordé que el Estado mexicano no ofrece una narrativa oficial que dimensione adecuadamente el fenómeno de la delincuencia organizada. Si Estados Unidos afirma que estas organizaciones controlan una tercera parte del territorio mexicano, desde aquí no se ofrece evidencia que refute o confirme tal afirmación. ¿Por qué? Podemos formular múltiples hipótesis, pero ninguna puede contrastarse con una versión oficial que simplemente no existe.

    Columnistas escriben con naturalidad que el Estado ha perdido el control ante el crimen organizado. Pero sin un contexto analítico respaldado por evidencia empírica de alcance nacional, se puede decir cualquier cosa. O no decir nada, como ha elegido hacer el poder público. ¿Podemos seguir así indefinidamente? ¿Es posible que la historia siga su curso sin que sepamos jamás cuál es, desde la mirada oficial, la verdadera dimensión del problema?

    Quizás sea precisamente porque el propio Estado reconoce la inabarcabilidad de esa simbiosis, que ha optado por ocultarla. Como si se tratara de un secreto de Estado que, al recorrer muchas comunidades del país, en realidad no es secreto para nadie. Y, sin embargo, sigue siendo una realidad imposible de asumir colectivamente como tal.

    ¿Hasta cuándo puede sostenerse un pacto así?

    Y ya ven, terminé otra vez con nuevas preguntas.