La gobernanza criminal en México se ha ido tejiendo desde los territorios donde la vida cotidiana transcurre bajo la sombra del miedo y la complicidad.
En muchos rincones del país, la extorsión, el control de economías locales y la participación de funcionarios públicos forman parte de un entramado en el que el crimen organizado no opera al margen del Estado, sino dentro de él.
Allí donde el Estado se ausenta o se vende, los grupos criminales llenan el vacío de autoridad, imponen sus reglas y aseguran que todo funcione a favor de sus intereses. No solo administran la violencia, también recaudan “impuestos”, regulan el comercio y deciden quién puede trabajar, circular o vivir en paz.
La realidad mexicana demuestra que muchas autoridades no son víctimas del crimen, sino sus aliadas o beneficiarias. En algunos casos, los cargos públicos se han convertido en instrumentos para sostener redes delictivas, lavar recursos o garantizar impunidad.
Por eso, cuando se anuncia la captura de un gran líder criminal, lo que se derrumba es apenas una pieza visible del sistema; los verdaderos responsables —aquellos que mezclan poder político, dinero y crimen— permanecen intactos.
la gobernanza criminal
En México, la gobernanza criminal se manifiesta con especial intensidad en diversas regiones del país. En esos territorios, la vida cotidiana transcurre entre la presencia del Estado y el poder de los grupos criminales, dos fuerzas que, lejos de oponerse por completo, a menudo se entrelazan.
Allí, las organizaciones delictivas no solo ejercen la violencia, también regulan el comercio, median conflictos, cobran “impuestos” y establecen normas que la población, por miedo o necesidad, aprende a seguir.
Jalisco, Michoacán, Sinaloa y Tabasco son ejemplos donde esta forma de poder se ha asentado con fuerza, mostrando cómo la ilegalidad puede convertirse en una estructura de gobierno y cómo, detrás de cada territorio en disputa, hay comunidades enteras intentando sobrevivir entre la complicidad y el abandono.
El Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) encarna una de las expresiones más claras de cómo la criminalidad puede transformarse en poder político y social. Este grupo no solo impone su fuerza por la vía armada; también busca legitimarse ante la población mediante actos de “justicia” y control territorial.
Como señalan Claudia Sampó, Nicole Jenne y Marcos Alan Ferreira en su investigación Gobernando con violencia: El ejercicio de gobernanza criminal del cártel mexicano ‘Cártel Jalisco Nueva Generación’ (CJNG), “el CJNG descansa en un sistema dual de control territorial que consiste en la priorización de la coerción violenta vis-à-vis sus contrincantes, junto con un discurso de protección de la población sostenido por iniciativas seleccionadas para proveer seguridad y otros servicios básicos, para ganar legitimidad. Esta combinación ha permitido que el cártel creciera y se expandiera rápidamente en la última década”.
Michoacán ilustra con claridad cómo la gobernanza criminal se infiltra en los aparatos del Estado local. Grupos delictivos han capturado gobiernos municipales, corporaciones policiales y economías legales, desde la producción de aguacate hasta el comercio local.
De acuerdo con Isabel Sandoval Gutiérrez en Corrupción en red: desentrañando la conexión entre corrupción y crimen, “Michoacán puede servir para ilustrar cómo la gobernanza criminal se infiltra en los aparatos del Estado local: a través de la colusión policial, la captura de plazas municipales o el control de economías legales (extorsión a productores, etc.)”.
El Cártel de Sinaloa representa otra cara del mismo fenómeno. Su permanencia y expansión no se explican únicamente por la violencia, sino por su capacidad para construir mercados e instituciones paralelas al Estado, consolidando un sistema de gobernanza propio.
Valentín Pereda y David Décary-Hetu documentan en su investigación Gobernanza del mercado ilegal y resiliencia de los grupos del crimen organizado: Un estudio del Cártel de Sinaloa, que “desde su surgimiento a principios de la década de 1990, el Cártel de Sinaloa ha superado con éxito todos los desafíos a su existencia, al tiempo que ha desarrollado con fortuna sus actividades ilícitas en México y otros países. Con base en los testimonios de testigos que declararon en el juicio contra Joaquín Guzmán Loera (alias El Chapo), una de las figuras más prominentes del Cártel de Sinaloa, argumentamos que la resiliencia de este grupo delictivo organizado se deriva, en parte, de las prácticas de gobernanza ilegal que ha implementado en los mercados criminales donde opera. En particular, sostenemos que la dependencia del Cártel de Sinaloa en cuatro tipos de gobernanza ilegal ha sido fundamental para su capacidad de resistir la adversidad: 1) gobernanza judicial, 2) financiera, 3) política y 4) regulatoria”.
En el sur, La Barredora —grupo ligado al CJNG— consolidó su presencia con la complicidad de autoridades locales. El caso de Tabasco muestra con crudeza cómo la corrupción y el crimen se funden en una sola estructura de poder.
“Hernán Bermúdez fue identificado como cabecilla de la red criminal en Tabasco (...) él determinaba cuándo un grupo podía incursionar en un territorio y fijaba el precio para liberar a miembros detenidos”, explica en El País la periodista Beatriz Guillén en una nota del pasado 27 de julio.
En tanto, un reportaje de la revista Proceso consigna cómo “La Barredora operaba en municipios del norte de Chiapas y el este de Tabasco con completa impunidad, bajo la protección de un secretario de Seguridad estatal”.
Detrás de estas estructuras hay personas comunes atrapadas: comerciantes que pagan “cuota”, policías que obedecen órdenes bajo amenaza, comunidades enteras que aprenden a sobrevivir negociando con la ilegalidad.
La gobernanza criminal no solo destruye instituciones; también erosiona el tejido humano. Cambia la manera en que se confía, se negocia y se teme. En muchos lugares del país, el miedo se volvió parte de la vida pública y la desconfianza, parte de la cultura política.
La línea entre autoridad y crimen se ha vuelto difusa. Los cárteles ya no solo desafían al Estado: han aprendido a gobernar con él. En amplias regiones de México, la gobernanza criminal se ha convertido en el rostro real del poder. Comprender este fenómeno exige mirar más allá de los titulares sobre violencia y capturas, y observar cómo se entrelazan los intereses, las instituciones y las vidas que sostienen este sistema.
Si, como advirtió Monsiváis, la ilegalidad se ha convertido en una forma de gobierno, reconstruir la justicia implica deshacer ese tejido de poder y devolver al Estado su sentido más básico: proteger la vida y la dignidad de quienes lo habitan.