El exilio del silencio

    rfonseca@noroeste.com / rodifo54@hotmail.com
    Hay silencios crueles y perversos en los que, aunque no se pronuncien palabras, su sonoridad es tan alta como los rascacielos.

    El mundo actual ha expulsado al silencio; nuestra atmósfera está invadida por el ruido. Ruido en la calle, en el trabajo, en la escuela, en el automóvil o camión urbano, en los parques, en la casa, en los aparatos y dispositivos móviles, y, paradójicamente, ruido hasta en el interior de uno mismo (porque en la vaciedad de la intimidad personal resuena cualquier eco distractor).

    Sin embargo, habrá que especificar a qué silencio nos referimos, porque hay silencios forzados que presagian una tempestuosa confrontación; silencios dolorosos que lamentan una pérdida o ausencia; silencios reprimidos por el coraje, odio o resentimiento; silencios bochornosos que se arrastran al no tener nada positivo qué opinar o decir; silencios tenebrosos que anticipan un abandono o ruptura.

    De hecho, también hay silencios crueles y perversos en los que, aunque no se pronuncien palabras, su sonoridad es tan alta como los rascacielos. Bien dijo Abba Poemen, un ermitaño que vivió en un monasterio en el siglo V después de Cristo: “Hay algunos que parecen estar en silencio, pero juzgan a los demás en su interior: éstos están hablando sin cesar. Otros, por el contrario, se ven precisados a hablar de la mañana a la noche, pero, en realidad, custodian su silencio, porque no dicen nada que no sea de alguna utilidad espiritual”.

    Afortunadamente, también hay silencios fecundos y gozosos: el silencio jubiloso con que se acepta un compromiso; el silencio con que crecen los hijos, árboles y flores; el silencio que permite enfatiza las notas musicales; el silencio con que se extasían los ojos en el rostro de la amada; el silencio creador del artista; el silencio sacral de la oración; el silencio para escuchar al otro y acallar los ruidos y obstáculos del proceso comunicativo.

    ¿Acojo o exilio al silencio?

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