La pasión del amor se caracteriza con la imagen de un fuego abrasador. A su contacto, estímulo e influjo no se puede permanecer estático, frío e indiferente.
Y no nos referimos solamente al amor erótico o pasional. En la Biblia, cuando se habla del descenso del Espíritu Santo sobre el colegio apostólico, se especifica que unas llamas de fuego se posaron sobre sus cabezas: “y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo” (Act 2,2-4).
Lucas, en su evangelio (12,49), asienta una frase de Jesús: “Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero, sino que ya arda?” Lógicamente, hablaba del fuego de su amor.
En efecto, sería imposible hacer un tratado sobre el amor comparándolo con un bloque de hielo, como si se tratase de un gigantesco iceberg que flota en el efervescente mar de nuestro corazón.
La imagen del fuego es la que más se acomoda para hacer un ensayo sobre el amor. Ahora bien, debe ser un ensayo viviente, práctico y cotidiano. Del amor no se puede, ni se debe, hablar en abstracto Su incandescencia inspira, enciende, motiva y transpira.
Sí, la conmoción que transmite el amor puede ser comparada con la energía que fluye ante la caída de una cascada. No en balde se dice que el fuego fue el don que Prometeo robó a los dioses del olimpo para dárselo a los hombres.
Ejemplificó muy bien Theilhard de Chardin cuando afirmó: “Llegará un día en el que, después de dominar el espacio, los vientos, las mareas y la gravedad, dominaremos las energías del amor. Y, ese día, por segunda vez en la historia del mundo habremos descubierto el fuego”.
¿Transmito el fuego del amor?