Somos recuerdo y olvido. En ocasiones, nuestra mente filtrará la luz de los recuerdos, mientras que en otros momentos privilegiará la niebla del olvido. Si los recuerdos están hechos de esto -como dice una canción del año 1955-, los olvidos son deshechos de aquello.
Celebramos a las personas que cuentan con una memoria privilegiada, pero censuramos o abochornamos a quienes olvidan cuestiones que nos parecen importantes y esenciales. Sin embargo, son dos caras de la misma moneda.
Existen recuerdos grandiosos y sublimes, pero también recuerdos que merecen pasar por la trituradora de la mente. No todo recuerdo es triunfal y glorioso, ni todo olvido execrable y vergonzoso. Hay instantes o sucesos que no merecen ser testimoniados por el canutero de la mente. El olvido se convierte, a veces, en bendición y alivio.
A medida que envejecemos, el olvido cobra mayor trascendencia, pues nuestra inteligencia batalla para hilar el tendedero de los recuerdos. Sabia medida, pues no todos los recuerdos revisten sumaria importancia, algunos retazos de existencia merecen evaporarse en el matraz del olvido.
Al declinar la vida, debemos ser conscientes de que nuestro recuerdo se diluirá en el vacío. No somos tan importantes, como para que nos recuerde alguien más que nuestra familia. Incluso, cuando fallece alguien considerado sublime se genera una tremenda conmoción, pero poco a poco se disuelve el bullicio en el etéreo remanso del olvido.
En otra columna, hicimos alusión a la novela biográfica “El olvido que seremos”, sobre la vida y asesinato del médico colombiano Héctor Abad Gómez. Este título parece inspirado en una poesía de Borges: “Ya somos el olvido que seremos... Ya somos en la tumba las dos fechas del principio y el fin, la caja, la obscena corrupción y la mortaja”.
¿Olvido mis recuerdos? ¿Recuerdo mis olvidos?
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