Tenemos en la sala un pequeño cuadro que una amiga nos regaló. Dice, con una tipografía un tanto descuidada, como de pinceladas toscas: “Paper weighs nothing but ink is heavy”. Lo tenemos ahí porque, en esta casa, nos dedicamos a los libros desde diferentes aproximaciones. La tinta negra sobre el fondo blanco le da una apariencia de página escrita aunque no lo es.

    Hace algunos años, el más pequeño de la familia nos preguntó qué decía. En español, lo que necesitaba era que le tradujéramos. Lo hicimos y se quedó contento aunque, el mayor, tomando el relevo, nos preguntó si era cierto.

    “La verdad es que no lo sé”, respondí porque, en efecto, ignoro cuál es la proporción entre el peso del papel y de la tinta aunque sospecho que, en realidad, el papel debe ser más pesado. Antes de meterme a una investigación sobre el peso de una hoja, de un mililitro de tinta y de la cantidad de líquido que se requiere para llenar una cuartilla de palabras, le expliqué el sentido de la oración.

    Que el papel no pese nada y que la tinta sea pesada no es un asunto de magnitudes, comencé didáctico, sino de la importancia de lo que decimos. Nos adentramos, así, en los terrenos del lenguaje figurado, por una parte, y en los de la responsabilidad que tenemos cuando nos expresamos.

    Es evidente que no siempre hablamos y escribimos igual. Eso lo he discutido a lo largo de varios semestres con mis alumnos. Sin embargo, salvo que queramos pecar de una falsa inocencia o que seamos verdaderamente zafios sabemos a quién nos dirigimos y cómo conviene hacerlo. A pocos se nos ocurriría llegar insultando al encargado de un despacho gubernamental intentando apresurar la burocracia y todos sabemos que es una mala idea pelearse con un mesero antes de que le sirvan la comida. Cortejamos o seducimos cuidando nuestras palabras y, para quienes escriben literatura, basta un desliz de unas cuantas letras para romper una construcción armónica.

    Ejemplos hay muchos pero, al tratar con lenguaje escrito, es claro que el papel pesa menos que la tinta. Peor aún, en esta época en que todo se registra maniáticamente, ya casi no hay palabras a las que se las lleve el viento.

    Es claro que una bravuconada puede tener a sus adeptos y aplaudidores. Sobre todo, si no tiene una respuesta inmediata. El golpe sobre la mesa, la voz más alta, cierto ejercicio de poder puede parecer intimidante. De ahí que haya quien se entusiasme cuando su abogado le azota la puerta al juez pero la euforia vendrá a menos cuando se pierda el caso. A la larga, esas bravuconadas se van acumulando. A fuerza de atacar a unos y a otros, de defenderse con adjetivos sin pruebas, de lanzar invectivas falsas, la palabra se devalúa.

    Peor aún, lesiona. Lesiona el comunicador que miente, el padre que compara, el profesor que insulta, el gobernante que hace todo junto, sistemáticamente, persiguiendo un fin que, cada día, se le escapa más de las manos. A fuerza de abusos, las palabras recuperan su peso y lastran. Tanto, que resultará imposible mantener la embarcación a flote.

    Y es un asunto de palabras. Sólo palabras. De su peso y sus implicaciones. Nada tan simple y tan complejo a un tiempo como el lenguaje. No por nada, la realidad se construye a través de éste. Así que ignorar su peso es un sinsentido.

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