¡Cómo eres pachorrudo!, decían antaño los padres a un hijo cuando realizaba una actividad con exagerada tranquilidad, lentitud o indolencia. Pachorra es un vocablo que se hace derivar de pacha, referido a la panza, para remarcar la modorra con que se hacen las cosas.
Sin embargo, del imperio de la pachorra nos mudamos al dominio de una excesiva velocidad y rapidez. Bien dicen que los extremos se tocan; por eso, Aristóteles subrayó que la virtud se encuentra en el justo medio.
El frenético ritmo de la vida actual nos lleva en desbocada carrera y corremos el riesgo de perder toda proporción, dirección y sentido, como expresó Byung-Chul Han, en su libro El aroma del tiempo: Un ensayo filosófico sobre el arte de demorarse: “Cuando el tiempo pierde el ritmo, cuando fluye a lo abierto sin detenerse sin rumbo alguno, desaparece también cualquier tiempo apropiado o bueno”.
De manera semejante se expresó Milán Kundera en su libro La lentitud: “La velocidad es la forma de éxtasis que la revolución técnica ha brindado al hombre... ¿Por qué habrá desaparecido el placer de la lentitud?
Kundera precisó: “En nuestro mundo, la ociosidad se ha convertido en desocupación, lo cual es muy distinto: el desocupado está frustrado, se aburre, busca constantemente el movimiento que le falta”.
Jacques Leclerq, en su libro Elogio de la pereza, abundó: “Lo peligroso de las balas no es el trozo de plomo de que constan, sino su velocidad. Lo malo de nuestra civilización no es la técnica, ni siquiera la masificación, sino su prisa, su trepidación, o, con otras palabras, la pérdida del sentido de contemplación, de aquella actividad del espíritu que, al decir de la Teología, constituye el fin mismo del ser espiritual”.
¿Disfruto la parsimoniosa lentitud? ¿Huyo del innecesario apresuramiento?
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