El poder invisible de la construcción

30/09/2025 04:02
    El futuro urbano de México y de ciudades como Mazatlán dependerá en gran medida de que el sector privado asuma esa responsabilidad con visión de largo plazo, no basta con levantar edificios que brillen en la inauguración; se necesitan proyectos que iluminen la vida de la gente por generaciones.

    La semana pasada, tuve la oportunidad de estar recorriendo el pabellón de una bienal de arquitectura muy importante, en ella, además de inspiración en sus innovadoras propuestas, encontré reflexiones interesantes sobre el futuro de las ciudades, las inversiones, los mercados y lo público, y como todo eso termina por definir qué pasa o no con una ciudad.

    Las ciudades no solo se levantan sobre cimientos de concreto o planos de urbanistas, se sostienen en la manera en que sus habitantes se relacionan con los espacios. Lo dijo alguna vez Walter Benjamin: cada calle es un palimpsesto de historias, cada fachada un espejo del tiempo que la habita. Y sin embargo, pocas veces reconocemos que son los proyectos inmobiliarios privados, más que las obras públicas, los que, silenciosamente, cambian la cara de nuestras ciudades.

    La arquitectura no se limita a resolver necesidades de vivienda u oficinas; es una forma de narrar quiénes somos y hacia dónde vamos, una torre nueva puede alterar el horizonte visual de una ciudad y, con ello, modificar la manera en que nos reconocemos en ella. En ese sentido, el arquitecto no solo construye paredes, diseña relatos colectivos y el desarrollador inmobiliario, aunque lo ignore, es un narrador urbano que inserta capítulos enteros en la biografía de una ciudad.

    El urbanista Jaime Lerner hablaba de la “acupuntura urbana”, pequeñas intervenciones estratégicas capaces de reanimar un tejido entero. Lo mismo puede decirse de ciertos desarrollos privados, un centro comercial, una torre corporativa o un complejo habitacional bien planteado no solo generan plusvalía; detonan restaurantes, comercios, transporte, cultura, basta un proyecto exitoso para que un barrio antes marginal encuentre nueva vida.

    Mazatlán, por ejemplo, lo sabe, cada nuevo desarrollo en su malecón o su centro histórico no solo construye metros cuadrados; también produce imaginarios, reactiva economías, reordena dinámicas sociales, la ciudad entera comienza a latir distinto.

    Pero todo poder conlleva una sombra, si los proyectos inmobiliarios son capaces de cambiar el rostro urbano, también son capaces de distorsionarlo. La lógica de la rentabilidad inmediata suele traer consigo gentrificación, expulsión de comunidades y homogeneización cultural, los barrios tradicionales, con sus historias y oficios, se disuelven en la prisa de lo nuevo.

    El capital privado, cuando se ejerce sin conciencia, puede convertir a la ciudad en un escaparate vacío, brillante por fuera, pero hueco en el alma, se corre el riesgo de que los espacios se transformen en productos de consumo antes que en escenarios de convivencia.

    Sin embargo, la otra cara de la moneda es alentadora, el sector privado tiene hoy la posibilidad de convertirse en arquitecto social.

    No se trata solo de levantar torres o residenciales, sino de diseñar experiencias de vida, la rentabilidad de largo plazo ya no depende únicamente de vender departamentos; depende de crear comunidad, integrar naturaleza, proponer cultura, garantizar movilidad.

    Una plaza que abre espacio para el arte local, un edificio que incorpora áreas verdes accesibles al público, un complejo que se conecta con transporte sustentable, son ejemplos de cómo lo privado puede dialogar con lo público, la construcción deja de ser un negocio aislado y se convierte en un pacto con la ciudad.

    Martin Heidegger decía que habitar es la manera más esencial de ser en el mundo. Habitar no es simplemente ocupar un lugar físico, sino experimentar un sentido de pertenencia, cuando los proyectos inmobiliarios contribuyen a que la gente no solo viva, sino habite con dignidad, belleza y arraigo, entonces cumplen una función fundamental y no solo económica.

    La ciudad es, al fin, un escenario compartido de nuestras historias privadas, cada edificio interviene en la trama, puede cerrarla en guetos de exclusividad o abrirla en espacios de encuentro, esa es la disyuntiva ética del capital inmobiliario, ¿ser mero instrumento de acumulación o convertirse en catalizador de convivencia?

    Las ciudades no cambian solamente con políticas públicas ni con megaproyectos estatales, cambian muchas veces, con decisiones privadas de inversión y diseño, cada desarrollo inmobiliario es, en el fondo, un acto político, porque define quién puede habitar, quién puede acceder, qué rostros quedan incluidos y cuáles excluidos.

    El futuro urbano de México y de ciudades como Mazatlán dependerá en gran medida de que el sector privado asuma esa responsabilidad con visión de largo plazo, no basta con levantar edificios que brillen en la inauguración; se necesitan proyectos que iluminen la vida de la gente por generaciones.

    Porque construir no es solo levantar muros, es trazar horizontes y quien tiene la capacidad de transformar la cara de una ciudad también tiene la responsabilidad de darle un alma.

    Gracias por leer hasta aquí, nos leemos pronto.

    Es cuanto.