El verdadero fracaso de una nación no se mide en recesiones ni en déficits fiscales, sino en oportunidades desperdiciadas. México es un país atrapado en una paradoja: una economía con el potencial de generar riqueza, pero un gobierno que se empeña en sabotearla.
Michael Porter y Mark Kramer nos dieron una ecuación sencilla: cuando las empresas crean valor compartido, toda la sociedad se beneficia. Pero aquí el gobierno no facilita ese proceso, sino que lo obstruye. En lugar de allanar el camino para la inversión, lo llena de baches. En lugar de impulsar el talento, lo asfixia con burocracia. En lugar de premiar la productividad, fomenta la dependencia.
El problema no es la falta de recursos, sino la ausencia de visión. Mientras otros países construyen economías basadas en la innovación y la competitividad, México sigue anclado en un modelo obsoleto, donde el Gobierno se asume como un redentor todopoderoso cuando, en realidad, es el principal obstáculo para el desarrollo.
Desde la primera chispa que encendió la noche prehistórica hasta la llamarada impersonal de las fábricas y los mercados globales, hemos vivido entre llamas. Pero hay dos tipos de fuego: el que ilumina y el que devora. La economía, como la civilización misma, oscila entre estas dos naturalezas: ¿creamos valor o lo consumimos?
Hoy, en el altar de la eficiencia, la empresa es juzgada por su rentabilidad. Se mide su éxito en cifras abstractas: PIB, márgenes de ganancia, retorno de inversión. ¿Pero dónde queda la huella humana? ¿Dónde queda la tierra, que no entiende de balances contables, pero sí de desgaste?
La empresa puede ser fuego creador: iluminar caminos, abrir puertas, transformar realidades. O puede ser incendio: arrasar, consumir, devorar. México, como tantos otros países atrapados entre la modernidad y la miseria, está en un punto de quiebre. O el sector privado entiende su papel como arquitecto de un mundo habitable, o se condenará a sí mismo al colapso de la sociedad que le da vida.
Vivimos en la contradicción de esperar todo del Gobierno y, al mismo tiempo, desconfiar de él. En el ritual cíclico de las elecciones, delegamos nuestra miseria en promesas. Creemos que el gobierno es un padre proveedor, pero ignoramos que su poder es solo una fracción de la economía real.
México genera más de 35 billones de pesos al año, pero el presupuesto del gobierno apenas representa el 23 por ciento del PIB. Creer que el Estado puede resolver por sí solo los problemas de un país es como esperar que un árbol dé sombra sin raíces. El problema no es solo la incapacidad del gobierno, también lo es la omisión del sector privado.
Las empresas, con su 77 por ciento restante de la economía, tienen una responsabilidad ineludible. Pero muchas siguen atrapadas en el viejo dogma: vender, expandirse, maximizar utilidades. ¿De qué sirve una compañía si sus trabajadores no pueden costear lo que producen? ¿Para qué una empresa si destruye el suelo que la sustenta?
Si el gobierno es un faro con luz limitada, la empresa debe ser la llama que encienda nuevas posibilidades. La creación de valor compartido no es un acto de caridad ni una estrategia de marketing; es la única manera de que el capitalismo no se devore a sí mismo.
Las empresas han jugado con la filantropía como un truco publicitario. Donaciones, fundaciones, “días del voluntariado corporativo”. Pero eso es cosmética para una herida profunda. No se trata de dar, sino de transformar estructuras.
El verdadero valor compartido nace cuando la empresa entiende que su crecimiento depende del crecimiento de la sociedad. Algunos ejemplos:
Educación y empleo: Una empresa tecnológica no debería solo vender dispositivos, sino capacitar a jóvenes en habilidades digitales.
Salud y bienestar: Una farmacéutica no debería solo desarrollar medicamentos, sino garantizar acceso a la atención médica en zonas marginadas.
Sostenibilidad: Una empresa manufacturera no debería solo producir más rápido, sino reducir su huella ecológica. ¿De qué sirve la productividad si no quedará mundo donde vender sus productos?
Inclusión financiera: Un banco no debería solo prestar dinero, sino diseñar productos accesibles para la economía informal. ¿De qué sirve el crédito si la mitad del país vive en la sombra de la informalidad?
Cuando la empresa innova en lo social, no solo genera beneficios económicos, sino que multiplica su impacto en el tiempo. Una fábrica que capacita a sus trabajadores crea mejores clientes. Un banco que formaliza la economía genera estabilidad. Una empresa que cuida el medio ambiente reduce riesgos futuros.
Creación de valor compartido: la arquitectura del cambio
El mundo avanza a una velocidad que México no puede permitirse ignorar. Mientras otras economías se reinventan, aquí seguimos en el eterno debate sobre si el Estado debe ser padre o verdugo.
Pero la realidad es contundente: el gobierno no puede con todo. Si sigue obstaculizando la inversión, castigando la productividad y viendo al sector privado como un enemigo en lugar de un socio, terminará destruyendo el país que dice proteger.
El verdadero valor compartido no se mide en números, sino en vidas transformadas. No se trata solo de facturar más, sino de asegurar que haya un mundo donde seguir facturando.
Si las empresas no encienden la llama de la innovación social, seguirán siendo parte del incendio que devora la sociedad. La pregunta no es si la empresa debe cambiar, sino cuánto tiempo le queda antes de que el fuego la alcance también.
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El autor es especialista en materia político-electoral, comunicación política e innovación
@RobertHeycherMx
Animal Político / @Pajaropolitico