No hay padre o madre de familia que piense o quiera algo malo para sus hijos. “¿O hay acaso alguno entre ustedes que al hijo que le pide pan le dé una piedra?; o si le pide pescado, le dé una culebra?”, preguntó Jesús a sus discípulos (Mt 7, 11).
Sin embargo, los padres no nacen con una carta de navegación para encauzar a los hijos. De ahí que, en ocasiones, no sepan darles lo que necesitan: los ignoran, sobreprotegen o deciden por ellos. Se les olvida que los hijos deben construir su vida y no ser una copia de sus padres. Es decir, no les enseñan a volar.
“Tus hijos no son tus hijos, son hijos e hijas de la vida deseosa de sí misma.
No vienen de ti, sino a través de ti y aunque estén contigo no te pertenecen.
Puedes darles tu amor, pero no tus pensamientos, pues, ellos tienen sus propios pensamientos.
Puedes abrigar sus cuerpos, pero no sus almas, porque ellas, viven en la casa del mañana, que no puedes visitar ni siquiera en sueños.
Puedes esforzarte en ser como ellos, pero no procures hacerlos semejantes a ti porque la vida no retrocede, ni se detiene en el ayer.
Tú eres el arco del cual, tus hijos como flechas vivas son lanzados. Deja que la inclinación en tu mano de arquero sea para la felicidad”, escribió Kahlil Gibrán.
Con palabras semejantes, la Madre Teresa de Calcuta recordó cuál es, en esencia, la vocación de los padres.
“Enseñarás a volar, pero no volarán tu vuelo.
Enseñarás a soñar, pero no soñarán tu sueño.
Enseñarás a vivir, pero no vivirán tu vida.
Sin embargo... en cada vuelo, en cada vida, en cada sueño, perdurará siempre la huella del camino enseñado”.
¿Enseño a volar?