La distinción entre estos dos vocablos es clara y pertinente. Erudición significa quitar la rudeza de alguien a través de la adquisición de información o de conocimientos (del latín, ex rudis); es como pulir una superficie que se encontraba áspera.
La palabra sabiduría, en cambio, proviene de “sápere”, que es gustar, saborear. De ahí que, no basta con tener información o acumular conocimientos, sino que se necesita paladear y encontrar el sabor de la vida, o sea, aplicar en la práctica lo que se ha aprendido, buscar cómo vivir con más sentido y humanidad.
Sin embargo, habrá que hacerle justicia a la palabra erudición, puesto que no es mala. Lo que sucede es que abundan los falsos eruditos que adoptan poses afectadas y se pavonean como antiguos doctores de la ley. Por ejemplo, en el Siglo 18, Benito Jerónimo Feijoo retrató así a quien se arropa con una sabiduría aparente:
“Ya se arruga la frente, ya se acercan una a otra las cejas, ya se ladean los ojos, ya se arrollan las mejillas, ya se extiende el labio inferior en forma de copa penada, ya se bambanea con movimientos vibratorios la cabeza, y en todo se procura afectar un ceño desdeñoso. Estos son unos hombres que más de la mitad de su sabiduría la tienen en los músculos, de que se sirven para darse todos estos movimientos”.
En esa misma época, José de Cadalso señaló que pululaban muchos aparentes sabios que se pavoneaban pedantemente y repetían como papagayos para sorprender a los incautos. Cadalso escribió en 1772 una obra titulada: “Eruditos a la violeta”, para desvestir a quienes “sabiendo poco, aparentan mucha ciencia”.
Hoy, gozamos de muchos datos e información y erudición; pero, adolecemos de reposo, profundidad y sabiduría.
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