Tomamos el título de hoy del nombre del libro del filósofo español, José Antonio Marina, “Ética para náufragos”, en donde señaló los tres temas torales de esta disciplina filosófica: “cómo mantenerse a flote, cómo construir una embarcación y gobernarla, cómo dirigirse a puerto... Sobrevivir, navegar, elegir rumbo son los decisivos niveles éticos”.
Etimológicamente, naufragio significa que la nave se estrella contra algún obstáculo. Nuestro nacimiento puede también compararse a un naufragio, porque debemos sobrevivir en un ambiente nuevo y extraño.
“La vida es darme cuenta, enterarme de que estoy sumergido, náufrago en un elemento extraño a mí, donde no tengo más remedio que hacer siempre algo para sostenerme en él, para mantenerme a flote. Yo no me he dado la vida, sino, al revés, me encuentro en ella sin quererlo, sin que se me haya consultado previamente ni se me haya pedido la venia”, escribió Ortega y Gasset.
En la antigüedad griega clásica se concibió el naufragio como castigo o prueba. El más famoso es el de Ulises, el cual fue cantado también por Dante en el canto XXVI de su Divina Comedia, comparándolo con Ícaro: “en nuestra osadía, hicimos de los remos unas alas”.
En la concepción helénica, el dios Poseidón se ocupa también de regular los terremotos, por lo que se puede hablar de naufragios en tierra por el temblor a que se ve sometido quien lo sufre.
Virgilio reforzó la idea del naufragio como prueba e, incluso, en la Égloga IV anticipó que habrá un orden nuevo, pues “se apartará el timonel de la mar”.
El libro del Apocalipsis, en la Biblia, también sostiene que en el cielo nuevo y la nueva tierra “el mar no existe ya” (Ap 21,1). Además, Jesús caminó sobre las aguas (Mt 14,25).
¿Sobrevivo, navego y elijo?