Estimado lector, ¿alguna vez se ha detenido a pensar qué tanto se parece usted a sus amistades? No sólo en el lugar donde vive o trabaja, sino también en el ingreso mensual, el nivel educativo alcanzado e incluso en los gustos y aficiones. Esa tendencia a relacionarnos con personas similares a nosotros no es casual. Desde la sociología y la economía se le denomina homofilia social. Autores como McPherson, Smith-Lovin y Cook (2001) lo explican con claridad: no nos relacionamos al azar, sino con quienes encajan en nuestra propia biografía económica.
En una ciudad como Mazatlán, este fenómeno resulta fácilmente visible para cualquier científico social. Existen espacios de reunión claramente segmentados -universidades privadas, gimnasios, plazas comerciales, restaurantes, centros nocturnos o, más recientemente, canchas de pádel- que funcionan como filtros económicos. El simple precio de acceso a bienes y servicios delimita quién entra y quién queda fuera. En estos lugares, por supuesto, se construyen amistades, redes profesionales y también relaciones amorosas.
Hasta aquí, la homofilia social podría parecer una descripción casi obvia de cómo funciona el mundo capitalista. El problema surge cuando esa similitud deja de ser un punto de encuentro y se transforma en una frontera. Es ahí donde aparece un fenómeno menos nombrado, pero cada vez más frecuente: la brecha salarial entre amigos.
La primera vez que lo noté de manera empírica fue durante una comida con dos amigos de muchos años. Ambos discutían de dinero, sin discutir realmente. Uno mencionaba la necesidad de “ajustarse este mes”; mientras el otro proponía, sin mayor problema, un plan que incluía un restaurante de lujo en los días siguientes. Nadie levantó la voz. Nadie se molestó. Pero algo se tensó en el ambiente. No era una diferencia de gustos: era una diferencia de ingresos.
La literatura económica reciente ha comenzado a mostrar que las disparidades persistentes de ingreso dentro de un mismo grupo de amistades generan incomodidad, silencios prolongados y, en muchos casos, rupturas. No porque falte afecto, sino porque el dinero organiza rutinas, expectativas y posibilidades distintas. Cuando uno puede viajar y el otro no; cuando uno habla de inversiones y el otro de deudas, la amistad se desgasta. Con frecuencia, los amigos dejan de verse bajo la elegante excusa de la “falta de tiempo”, que muchas veces es sólo una forma socialmente aceptable de decir: falta de dinero.
Lo más incómodo es que estas separaciones rara vez se verbalizan. No se termina una amistad “por dinero”, sino por los planes que ya no se hacen, por las conversaciones que incomodan, por la sensación persistente de estar fuera de lugar. La homofilia actúa entonces como un filtro silencioso: mantiene unidas a las amistades económicamente similares y va dejando atrás a las demás.
Lo interesante aquí, es que la homofilia social se convierte en un mecanismo de reproducción de la desigualdad. Si mis amigos ganan lo mismo que yo, circula entre nosotros información laboral, oportunidades y contactos estratégicos. Pero cuando la brecha salarial expulsa a alguien de ciertas redes, también lo aleja de recursos clave. El sociólogo Robert Putnam advertía que los lazos sociales son fundamentales para el acceso a oportunidades; cuando esos lazos se rompen por diferencias económicas, la desigualdad no sólo persiste, sino que se profundiza.
Tal vez por eso aquella comida me dejó pensando más de la cuenta. Porque, al final, no hablamos sólo de economía, sino de vínculos. En una sociedad cada vez más desigual, la pregunta no es únicamente cuánto ganamos, sino a quiénes vamos perdiendo en el camino.
Es cuanto...