El actuar sigue al ser, dice un aserto filosófico, porque nadie puede dar lo que no tiene. Por tanto, más que fijarnos en las afirmaciones que una persona haga acerca de sí misma, es más conveniente fijarnos en sus acciones.
En el capítulo 11 del Evangelio de Mateo se dice que estando Juan Bautista prisionero, mandó a sus discípulos a preguntar a Jesús si él era el Mesías, o debían de esperar a otro. El texto señala que Jesús respondió: “Vayan y cuenten a Juan lo que oyen y ven: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva” (Mt 11,4-5).
En evidente que Jesús no responde con discursos, sino con acciones: vayan y cuenten lo que están viendo; así es como se puede conocer a una persona, por sus hechos más que por sus palabras.
Lo mismo sucede en nuestro caso. La pregunta fundamental que debemos responder es ¿quién soy yo? Pero, la contestación no la debemos dar con palabras, pues a éstas se las lleva el viento; la respuesta se debe dar con la vida misma.
Erasmo de Rotterdam señaló que no podemos aspirar a ser felices si no aceptamos ser el que somos. Pero, conviene preguntarnos realmente: ¿sé quién soy?; ¿estoy contento como soy?; ¿cómo debería ser?; ¿soy lo que aparento?; ¿aparento lo que soy?
Para saber quién soy (lo que también recibe el nombre de autognosis), es preciso penetrar en la intimidad del alma. En efecto, para introducirse en el propio ser se requiere soledad, silencio y retiro. No se puede uno conocer en el bullicio y el ruido externo, sino mediante una comunicación prolongada e íntima.
¿Me conozco en mi profunda intimidad?