En la cuarta estación del Vía Crucis se reflexiona el encuentro de Jesús con su madre. No es un encuentro gozoso, menos para la madre que contempla el sufrimiento de su amado hijo y sabe la muerte que le aguarda. Sin embargo, ella permanece firme, porque se convirtió en la primera discípula de su Hijo, antes de que llamara a sus apóstoles.
El Papa escribió: “Con delicada determinación, con esa inteligencia de las cosas que le hace conservarlas y meditarlas en el corazón, tu madre está. Desde el instante en el que le fue propuesto acogerte en su seno hizo un cambio, se convirtió a ti. Unió sus caminos a los tuyos. No fue una renuncia, sino un descubrimiento continuo, hasta el Calvario. Seguirte es dejar que sigas tu camino; tenerte es dar espacio a tu novedad. Lo sabe toda madre: un hijo sorprende. Hijo amado, tú reconoces que tu madre y tus hermanos son aquellos que escuchan y se dejan cambiar. No hablan, sino que hacen”.
Añadió: “En la vía de la cruz, oh Madre, estás entre las pocas que lo recuerda. Ahora es el Hijo el que te necesita. Él percibe que tú no desesperas, que sigues engendrando la Palabra en tu seno”.
Cuando la fama de Jesús crecía todos querían verlo; empero, ahora que sube al Calvario, vuelve sus cansados ojos para ver quién permanece como discípulo fiel.
Lógicamente, María no abandona el primer puesto. Tal vez convenga traer a colación aquella mamá del cuento de Hans Christian Andersen, “Historia de una madre”, que suplicaba por la vida de su hijo: “¡No me escuches cuando te pida algo que va contra Tu voluntad, que es la más sabia! ¡No me escuches! ¡No me escuches!”.
¿Escucho la sabia plegaria de una madre?