El INE es un mecanismo de control democrático porque limita al poder del Gobierno y eso es lo que no le gusta al Presidente de la República, quien desde hace años se ha encargado de inventarle una leyenda negra que no se sostiene en los hechos, pero es repetida por sus acólitos como si de una verdad probada se tratase.

    Este es, sin duda, un artículo más de los muchos publicados en los últimos días en defensa del Instituto Nacional Electoral. Sin embargo, pese a su posible redundancia no lo considero inútil, porque en este momento no hay otra causa tan relevante en México como la defensa de la institucionalidad democrática tejida durante el último cuarto de siglo, gracias a la cual fue posible superar al régimen autoritario y depredador que controló la vida pública de México a lo largo de la mayor parte del Siglo 20.

    Mucho malo se puede decir, desde luego, de los gobiernos mexicanos del Siglo 21: la estulticia de Fox, el empecinamiento militarista de Calderón, la corrupción de Peña Nieto y el mesianismo delirante de López Obrador han sido productos de la alternancia en el poder derivada del final del monopolio político y de la existencia, por primera vez en la historia mexicana, de competencia electoral auténtica. Nadie puede afirmar que la democracia sirva para elegir buenos gobiernos de manera infalible. Sin embargo, con todos sus fallos, el voto también ha servido para castigar a los malos gobiernos y para que sean la ciudadanía la que decida los procesos de sucesión y para ponerle contrapesos al poder absoluto, para llevar a los Congresos la pluralidad de la sociedad mexicana y para garantizar libertades antes conculcadas.

    Quienes vivimos buena parte de nuestras vidas en los tiempos fétidos de la unanimidad priista, al final de su época clásica y durante los años de su crisis terminal, sabemos muy bien lo que hemos ganado en estos años de democracia. No conquistamos el paraíso, pero sí superamos muchos de los males de un país atrapado por una coalición estrecha de intereses depredadores, que capturaba las rentas estatales para beneficio privado.

    Sin duda, la democratización mexicana tiene muchas deudas y limitaciones, pero la democracia nunca es un régimen acabado, como en cambio pretenden serlo las autocracias y los regímenes construidos en torno a una racionalidad única de un líder redentor. La gran ventaja de las democracias frente al resto de las formas de poder político radica en el carácter temporal de sus gobiernos y en la descentralización del poder, para crear contrapesos eficaces, lo que permite la corrección gradual, con base en ensayos y errores, de la gestión estatal.

    No existe democracia sin elecciones confiables y aceptadas y en México eso solo se logró a partir de la creación de un organismo especializado, profesional y autónomo, encargado de organizarlas sin injerencia de los competidores. Desde el porfiriato, las elecciones habían sido meras puestas en escena de los gobiernos para simular el cumplimiento de un orden constitucional ficticio. Con la creación del Instituto Federal Electoral y su posterior autonomía, finalmente los comicios dejaron de ser un instrumento de los gobiernos para ratificar los nombramientos arbitrarios de legisladores y gobernantes decididos con las reglas verticales de una coalición estrecha de intereses. La clave de la autonomía ha radicado, desde 1996, en el nombramiento de los integrantes del Consejo General con el voto de los dos tercios de la Cámara de Diputados, lo que ha garantizado su carácter contramayoritario. Es precisamente esa condición la que evita que los procesos electorales sean controlados desde el poder.

    Con la autonomía del IFE se redujo al mínimo la conflictividad poselectoral tan frecuente durante los años 80 y 90 del siglo pasado. La gran excepción fue la elección de 2006, donde uno de los contendientes decidió acusar sin pruebas consistentes al árbitro de haber falseado la elección. Sin embargo, sus dichos calaron en el imaginario de parte de la sociedad, a pesar de que la calificación de la elección no le correspondía al órgano electoral, sino al tribunal jurisdiccional, el cual decidió la legalidad del proceso. Aquel conflicto se resolvió con un nuevo acuerdo, que renovó al IFE de manera consensuada.

    Vinieron después nuevas reformas, hasta la creación del actual INE, cargado de atribuciones y responsabilidades por ley. Las funciones del instituto no son decisiones tomadas por los integrantes de su consejo general: fueron creadas por los legisladores que lo diseñaron. No es potestad de los consejeros decidir si las llevan a cabo o no, es su obligación constitucional. Si el INE es caro es porque los legisladores lo decidieron así. Los procesos electorales mexicanos son complejos y están llenos de candados costosos, precisamente para garantizar su neutralidad y la imposibilidad de que sean manipulados por una de las partes.

    El INE es un mecanismo de control democrático porque limita al poder del Gobierno y eso es lo que no le gusta al Presidente de la República, quien desde hace años se ha encargado de inventarle una leyenda negra que no se sostiene en los hechos, pero es repetida por sus acólitos como si de una verdad probada se tratase. Los sicofantes, ya sea a sueldo o por fanatismo, se dedican todos los días a lanzar acusaciones genéricas contra Lorenzo Córdova o Ciro Murayama, precisamente porque ellos han sido los principales defensores de la legalidad en el INE. Repiten que responden a “oscuros intereses”, pero no son capaces de decir seriamente cuáles son. Más allá de un desliz expresivo de hace años, divulgación ilegal de una comunicación privada magnificada de manera farisaica, ni a Córdova ni a Murayama les han encontrado faltas, pero los turiferarios caricaturescos del gran líder los insultan y calumnian en los medios.

    La decisión mayoritaria del Consejo General del INE ha sido aplazar los trabajos de organización de la consulta de revocación de mandato hasta en tanto no se pronuncie la Suprema Corte sobre la constitucionalidad de la negativa de presupuesto para su realización y hasta que no se haya validado el número de firmas necesarias para convocarla. No discuten los consejeros si se debe realizar o no, pero justamente reclaman los recursos para hacerla de acuerdo con los requisitos legales a los que están obligados. El Presidente de la República les exige que la hagan sin recursos y sus corifeos repiten que es un mero asunto de austeridad, como si no se requiriera contratar a un ejército de capacitadores para organizar las mesas de recepción de los votos o no se necesitara promover el ejercicio, elaborar materiales con mecanismos de seguridad ni se necesitara infraestructura para darle certeza al proceso. La cantaleta de los altos sueldos no resiste la más sencilla operación matemática, pero es la engañifa preferida del fariseo en jefe, que apenas oculta su intención de capturar al órgano que les hace contrapeso a sus pulsiones autoritarias. Defender al INE es una responsabilidad de quienes no queremos ver, nunca más, un poder personalista y arbitrario.

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