La batalla que olvidó a las personas

11/11/2025 04:02
    Quizá la pregunta más urgente no sea si queremos ser capitalistas o socialistas, sino qué valores queremos que sostengan nuestra convivencia: ¿Queremos una sociedad donde el éxito de unos se construya sobre el fracaso de otros? ¿O una en la que el bienestar individual dependa también del bienestar colectivo? ¿Queremos ciudadanos o consumidores? ¿Comunidad o mercado?

    La llegada de Zohran Mamdani a la Alcaldía de Nueva York me hizo revivir la baja calidad de debate público que tenemos en la actualidad, no deja de sorprenderme y entristecerme que somos incapaces de discutir las diferentes agendas con la visión de enriquecerlas y no de imponerlas. Me recordó que en pleno Siglo 21, y con mayor acceso a la información que nunca, hay palabras que siguen produciendo miedo, y “socialismo” es una de ellas.

    En América Latina, y especialmente en México, basta mencionarla para que se activen los reflejos condicionados de la Guerra Fría, las imágenes de Cuba, Venezuela o la Unión Soviética aparecen como fantasmas listos para clausurar cualquier conversación sobre justicia social o redistribución del bienestar y, así, entre prejuicios, dogmas y propaganda, hemos renunciado a la posibilidad de matizar, de pensar con calma, sin consignas, hacia qué tipo de sociedad queremos realmente avanzar.

    Durante décadas, el discurso dominante ha equiparado el “éxito” con el crecimiento económico, la riqueza material y el mérito individual, pero los países que hoy exhiben los más altos estándares de vida como Suecia, Noruega, Dinamarca, Finlandia, no siguieron ese guión. No abolieron el capitalismo, pero tampoco lo dejaron a la deriva, lo civilizaron y crearon una economía de mercado sólida, pero con un Estado capaz de garantizar que nadie quede fuera.

    Su éxito no nació de la ideología, sino de la ética.

    El modelo escandinavo es, en realidad, un pacto entre la eficiencia del mercado y la compasión del Estado. Una socialdemocracia moderna donde el individuo puede prosperar sin miedo a enfermarse, envejecer o fracasar; donde la educación y la salud son derechos, no privilegios; donde los impuestos no se ven como castigo, sino como inversión colectiva y lo lograron no por magia, sino porque construyeron lo que nosotros aún no hemos conseguido: confianza social.

    En Suecia o Dinamarca, más del 90 por ciento de los ciudadanos cree que sus compatriotas pagan impuestos honestamente, y en México, menos del 20 por ciento lo hace. Esa diferencia, que parece anecdótica, explica por qué allá la palabra “Estado” significa protección, mientras aquí sigue evocando abuso, burocracia o corrupción.

    Los escandinavos entienden que el bienestar no es un acto de caridad, sino un contrato moral entre iguales, mientras tanto, Estados Unidos, ese espejo que tanto nos han hecho mirar, se desmorona en silencio.

    Un país que durante décadas se presentó como el modelo de libertad y prosperidad hoy muestra los síntomas de una sociedad fracturada, desigualdad extrema, soledad, adicciones, tiroteos, pobreza laboral, tiene más armas que personas y un sistema de salud que arruina a las familias antes que salvarlas, pues ha confundido libertad con individualismo, y progreso con acumulación; el “sueño americano” se volvió, para muchos, una pesadilla de ansiedad y deuda. Y, sin embargo, gran parte del mundo sigue atrapado en esa batalla ideológica donde sólo existen dos polos: el capitalismo voraz o el socialismo autoritario, como si no hubiera caminos intermedios, como si no existiera la posibilidad de un modelo donde el mercado sirva a la vida, y no al revés.

    Esa falsa dicotomía ha envenenado el debate público, ha hecho que los ciudadanos se conviertan en hinchas de una causa y no en participantes de un destino común.

    El problema no es el socialismo, sino el autoritarismo; no es el mercado, sino la falta de ética. Los regímenes que se derrumbaron como Cuba, Venezuela, la URSS, no fracasaron por buscar justicia social, sino por haber destruido la libertad y la crítica, lo que hunde a una nación no es su ideología, sino su incapacidad para corregirse y lo que salva a una democracia no es el PIB, sino la confianza.

    Quizá la pregunta más urgente no sea si queremos ser capitalistas o socialistas, sino qué valores queremos que sostengan nuestra convivencia.

    ¿Queremos una sociedad donde el éxito de unos se construya sobre el fracaso de otros? ¿O una en la que el bienestar individual dependa también del bienestar colectivo? ¿Queremos ciudadanos o consumidores? ¿Comunidad o mercado?

    No necesitamos un Estado que lo controle todo, sino uno que funcione, no un mercado sin reglas, sino uno con alma, no un líder que prometa redención, sino instituciones que nos hagan responsables y la batalla que deberíamos estar dando no es ideológica, sino moral, la de reconstruir un sentido común que ponga la dignidad humana por encima del beneficio.

    Los países nórdicos demostraron que la libertad y la justicia pueden convivir, que el crecimiento y la igualdad no son enemigos, mientras tanto nosotros seguimos discutiendo como si pensar en el otro fuera una amenaza, como si la empatía fuera un lujo.

    El Siglo 21 no necesita más ideologías, necesita madurez, necesita ciudadanos que piensen, no que repitan, que entiendan que los extremos de izquierda o de derecha terminan pareciéndose, porque ambos creen tener la verdad, ambos necesitan un enemigo, y ambos olvidan a las personas.

    Quizá ese sea el verdadero desafío de nuestra generación, volver a hablar de sociedad sin miedo, reivindicar la política como herramienta de encuentro, y construir un modelo donde quepamos todos, una sociedad donde la riqueza no sea excusa para la indiferencia, donde la justicia no dependa del carisma de un líder, y donde el odio y la explotación, simplemente, no tengan cabida.

    Gracias por leer hasta aquí, nos leemos pronto.

    Es cuánto.