Si la filosofía nace del asombro ante las cosas, habría que concluir que los niños son filósofos naturales o filósofos por excelencia. “La sorpresa, la admiración y la estupefacción, características importantes de un espíritu filosófico, están presentes plenamente” en ellos, dijo Óscar Brenifier.
Lamentablemente, reconoció Paulo Freire, en el modelo educativo tradicional se considera que el maestro es el depositario de la verdad, por lo que se castra en el alumno la curiosidad, que es el deseo y apetito de aprender.
Señaló que el autoritarismo que impera en nuestras experiencias educativas, inhibe, cuando no reprime, la capacidad para preguntar: “La naturaleza desafiante de la pregunta tiende a ser considerada, en la atmósfera autoritaria, como provocación a la autoridad... Creo que, ya en la tierna edad, comenzamos a aplicar la negación autoritaria de la curiosidad, con los “pero, niño, por qué tanta pregunta”, “cállese, su padre está ocupado”, “vaya a dormir y deje esa pregunta para mañana”.
Ahondando en esta pedagogía de la pregunta, y no de la respuesta, el filósofo argentino Darío Sztajnszrajber, subrayó el papel fundamental de la filosofía: “La filosofía no resuelve problemas, sino que los crea... la filosofía no tiene que ver con lo posible, sino con lo imposible... nos gusta hacer una filosofía de las paradojas, de las aporías, una filosofía que no resuelve sino que problematiza... La filosofía pregunta sin buscar respuestas. Pregunta como quien hiere, como quien molesta, como quien muestra frente a algo cerrado y definitivo, que puede ser de otro modo... Es la pregunta que se pelea con aquello que intenta presentarse como una respuesta definitiva”.
Lo importante es la pregunta, no la respuesta. En último caso, como escribió Gustave Flaubert, “la estupidez consiste en querer llegar a conclusiones”.
¿Castro la curiosidad? ¿Inhibo las preguntas?
@rodolfodiazf