La Navidad, además de ser un momento de convivencia y reflexión familiar, debe ser también una pausa necesaria en nuestra rutina. Un momento para bajar el ruido, recuperar la serenidad y preguntarnos, con honestidad: ¿Qué tipo de mundo y país queremos construir juntos? En un México marcado por la incertidumbre, la violencia y la desconfianza, hablar de esperanza puede parecer ingenuo. Pero la esperanza, bien entendida, es una decisión colectiva.
Aristóteles afirmaba que el fin último de la vida en comunidad es la eudaimonía: una vida buena, plena, alcanzable solo dentro de la polis. Para el filósofo griego, nadie florece en soledad. La felicidad —y hoy diríamos la sensación de plenitud— surge cuando las personas, las instituciones y las normas se ordenan hacia el bien común. ¿No es esa, acaso, la raíz de lo que hoy seguimos buscando como mexicanos?
Platón advertía que una comunidad se descompone cuando cada parte persigue solo su propio interés. En La República sostenía que la justicia aparece cuando cada quien cumple su función con responsabilidad y armonía. Empresas, trabajadores y gobierno no son adversarios naturales; son piezas distintas de una misma estructura social. Cuando una de éstas falla, todo el edificio se resiente.
Durante la Edad Media, Tomás de Aquino retomó esa idea y la profundizó de la siguiente manera: la paz no es la ausencia de conflicto, sino el orden justo de la sociedad. La paz se construye cuando las decisiones públicas, económicas y laborales están orientadas a la dignidad humana. Hoy, cuando la inseguridad erosiona comunidades enteras, esta reflexión cobra una vigencia profunda. Sin seguridad no hay serenidad; sin serenidad no hay proyecto de futuro.
La modernidad también nos dejó lecciones. Hobbes entendió que el miedo paraliza y rompe los vínculos sociales; Locke, en cambio, confió en la cooperación racional como base del progreso. Más adelante, Kant, del cual no soy partidario, nos recordó que debemos actuar de tal forma que nuestras decisiones puedan convertirse en norma universal. ¿Qué pasaría si cada sector del país —empresarial, laboral y gubernamental— actuara pensando no solo en lo inmediato, sino en el México que heredaremos?
En la filosofía contemporánea, Hannah Arendt hablaba de la acción como el espacio donde nace lo nuevo. Enfatizando que la esperanza no surge del optimismo vacío, sino de la capacidad humana de comenzar de nuevo, incluso después de los momentos más oscuros. Y Paul Ricoeur nos enseñó que la esperanza es memoria del futuro: la convicción de que podemos ser mejores de lo que hoy somos.
Este 25 de diciembre, la esperanza no debería ser solo un deseo íntimo, sino un compromiso público. Esperanza para reconstruir la confianza. Esperanza para entender que las empresas no solo generan empleos, sino comunidad; que los trabajadores sostienen la vida económica; que el gobierno no solo administra, sino cuida el orden que hace posible la paz.
El 2026 nos exige coordinación, diálogo y corresponsabilidad. Un México donde la seguridad sea condición de desarrollo, donde el trabajo digno sea motor de bien y donde la ley sea un punto de encuentro, no de división.
La esperanza, podemos concluir de los antiguos griegos, no es esperar sentados, sino caminar juntos. Que esta Navidad nos recuerde que ningún sector puede solo, pero que juntos —empresas, trabajadores y gobierno— sí podemos construir un país más sereno, más justo y más humano. La esperanza, cuando se comparte, deja de ser un ideal y se convierte en camino.