La vida y la muerte están estrechamente unidas. Se vive porque se muere y se muere porque se vive. El instante final es ineludible. El término se puede aguardar con paciencia, aceptación y serenidad; o con temor, angustia y desesperación.
Aunque muchas canciones, escritos y poesías pretendan convencernos de que la vida no vale nada, lo cierto es que la mayoría de las personas se apega a ella, aun cuando su calidad se encuentre mermada. Cuando prolongar la vida constituye sufrimiento y tortura, es cuando se acepta más fácilmente la partida.
La cultura occidental esconde el rostro de la muerte, como si con esa maniobra se le pudiera ahuyentar. No se puede concebir pensamiento más absurdo, porque la muerte es simplemente el límite de la vida terrena. Quien supo vivir, asume también con dignidad la despedida.
No obstante, no es sencillo aceptar la partida de un ser amado, como expresó Octavio Paz ante el fallecimiento de Borges.
“Es difícil resignarse ante la muerte de un hombre querido y admirado. Desde que nacemos, esperamos siempre la muerte y siempre la muerte nos sorprende. Ella, la esperada, es siempre la inesperada. La siempre inmerecida. No importa que Borges haya muerto a los 86 años: no estaba maduro para morir. Nadie lo está, cualquiera que sea su edad. Se puede invertir la frase del filósofo y decir que todos -viejos y niños, adolescentes y adultos- somos frutos cortados antes de tiempo”, señaló.
La muerte es un hecho ineluctable, pero no basta aceptarla con fatalidad y resignación; es preciso aguardarla para vivir a plenitud. “Ningún hombre es libre si teme a la muerte; sólo cuando venzamos el temor a la muerte seremos libres”, dijo Martin Luther King.
¿Vivo plenamente? ¿Temo a la muerte? ¿Me agobia pensar en mi despedida?
@rodolfodiazf