Las realidades de cada país latinoamericano, aunque haya semejanzas, son en varios sentidos muy diferentes. Aún así, siempre habrá lecciones que aprender.
Después de un ciclo de constantes victorias de las izquierdas en la región, ahora vemos un nuevo ciclo donde se mezclan victorias recientes con derrotas.
Los triunfos más cercanos fueron en Uruguay, Guatemala, México y Colombia, y las caídas más próximas fueron en Bolivia, Argentina, probablemente en Honduras, y la inmediata, en Chile.
De los países más grandes en territorio y economía, Brasil, México y Colombia se mantienen en el espectro de las izquierdas.
Y en el abanico derechista, Argentina, Perú, Ecuador y ahora Chile se sitúan en flanco opuesto. Hay, de cierta manera un equilibrio entre derechas e izquierdas, pero los dos países con las economías más grandes e influyentes, Brasil y México, se orientan hacia la izquierda.
Las principales causas de las victorias y las derrotas de ambos signos, a pesar de sus diferencias ideológicas, son, paradójicamente, semejantes: bajo crecimiento económico, desempleo formal, ineficiencia de la burocracia gubernamental y de la empresa privada, y la corrupción.
La única distancia de fondo entre izquierdas y derechas fue la distribución de la renta nacional: unos, como en Brasil y México, es que incrementaron los ingresos de las clases populares a través del salario real y las ayudas sociales, a diferencia de las derechas que, como sucede hoy en Argentina, decrecen o, simplemente, desaparecen.
Por supuesto que hay otras diferencias ideológicas y programáticas, pero tienen menos peso en la decisión de los votantes: las posturas ante el aborto, la comunidad LGTB+, la educación pública y la inmigración, tal y como sucedió en la elección reciente en Chile.
Como las derechas y las izquierdas no han logrado un crecimiento económico sostenido, aunque en algunos periodos sí lo lograron desde la izquierda Bolivia, Uruguay, Ecuador, Argentina y Brasil, y desde la derecha Perú, Ecuador y Chile, en otras etapas, hay un constante zigzagueo electoral en casi toda América Latina, con la excepción de Cuba, Nicaragua y Venezuela donde no hay elecciones libres.
Al margen de las diferencias entre izquierdas y derechas, hay dos coincidencias notables: con la excepción de Cuba, donde la empresa privada a los cubanos sólo se les permite de manera muy limitada, aunque creciente en el sector servicios, en Venezuela y Nicaragua coexisten la propiedad estatal con la privada, aunque en favor de la primera, el resto de las izquierdas latinoamericanas que han llegado a gobernar no son anticapitalistas, sin negar que algunos acotan, unos más que otros, la empresa privada.
Eso, por un lado, y, por otro, es que, en ningún caso, ni de izquierdas ni de derechas, han podido eliminar la corrupción de los funcionarios públicos.
Tan sólo mencionemos dos casos actuales e importantes: en Argentina, con Milei, quien criticó agresivamente la corrupción de los kirchnieristas, a unos cuantos meses de empezar su gobierno la prensa crítica y la oposición detectaron y denunciaron fraudes desde la misma campaña electoral del presidente argentino y su hermana.
En México, Morena ha sido incapaz de enfrentar la corrupción de altos mandos y figuras prominentes de su partido, como es evidente en el caso de Adán Augusto López, Pedro Haces, Fernández Noroña y varios más.
A todas luces, en América Latina, ninguna propuesta partidaria ha logrado combatir eficientemente la corrupción y, mucho menos, eliminarla. Este es un problema cultural y político de ondas raíces históricas. Y tampoco en esta región tampoco se ha logrado una sana distribución de la riqueza nacional, ni ahora ni nunca.
En México, Morena logró repetir en el poder gracias a su política salarial y a los programas sociales, pero falló notablemente con López Obrador en seguridad, salud y educación pública, tan sólo para señalar tres políticas cruciales.
Claudia Sheinbaum ha parcialmente enmendado la plana en las tres áreas y ha continuado, cada vez con mayor dificultad, los programas de asistencia social, pero en el combate a la corrupción se ha quedado corta, la cual se combina con la inseguridad debido a la complicidad de varios de sus funcionarios de los tres niveles y de los tres poderes con la delincuencia.
Boric, en Chile, a diferencia de López Obrador y Claudia Sheinbaum, no mejoró los ingresos de las clases subalternas, ni impulsó programas sociales significativos, en un país donde la educación está, en los hechos, totalmente privatizada.
La corrupción es mucho menor que en México, pero eso no impidió que aumentara la delincuencia, adjudicada por la derecha a los inmigrantes, sobre todo a los venezolanos. Por otra parte, Boric no quiso reformar la actual constitución chilena, la cual fue escrita durante el pinochetismo, que impide una transformación económica y social a fondo en favor de las clases populares.
En una palabra, según la crítica chilena, la izquierda perdió por ineficiente, corrupta y pusilánime.
En México, si Morena no quiere empezar a perder poder en 2027, tiene que seleccionar candidatos con una sólida formación política e identificados verdaderamente con los intereses populares. No debe haber sobre ellas y ellos sospechas de corrupción, ni de complicidades con el crimen organizado, y a la vez deben tener experiencia y capacidad en la gestión de asuntos públicos. Ya no pueden improvisar más escogiendo amigos, parientes, socios y arribistas.