Ahí están las imágenes tremendistas, las que rápidamente dieron vuelta al mundo, como si Culiacán se hubiera convertido en una Kiev asediada por soldados rusos. Y Sinaloa, una Ucrania encendida.

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    La película de terror que vimos y seguimos el jueves pasado como una de guerra de Stanley Kubrick. En vivo y en directo, a todo color, a través de la radio y la TV o las redes sociales, es una reedición aumentada, concretada, de aquel intento fallido del 17 de octubre de 2019, cuando se buscó detener por primera vez a Ovidio Guzmán.

    En aquella ocasión, el resorte protector, se activó en cosa de minutos luego de que se supo que la casa que habitaba el hijo menor del capo de tutti capi era atacada y tomada por las fuerzas de seguridad del Estado mexicano. Los comandos motorizados aparecieron de la nada con equipamiento artillado y dispuestos a todo, sólo requerían la orden del alto mando criminal que afortunadamente no llegó.

    En aquella ocasión los jóvenes sicarios sentían estar participando en la hazaña de su vida. Exhibían con una cierta dosis de orgullo su rostro hasta entonces anónimo. ¿Cómo participar, sin exhibir su atrevimiento de esa hazaña incrustada, tatuada, en la cultura urbana de una ciudad como Culiacán?

    Esa urbe donde unos músicos de tambora la reconocen como la “capital del corrido” que sería en caso de serlo de los narcocorridos. Y la letra, no es otra, que la apología del delito y las leyendas urbanas del crimen organizado. Aquellas que, en el mito, no se rinden, porque primero está morirse en la raya.

    Y hoy, cuando finalmente, el gobierno federal decide detener a Ovidio, probablemente con la exigencia del norteamericano da el paso sobre el tablero de naipes sociopolíticos con la ráfaga intermitente, luminosa y fascinantes de balas, que rompieron el silencio con la bruma del amanecer en el Valle de Culiacán.

    Y las piezas empiezan a rodar. Unas el mismo momento y otras, probablemente, en los siguientes días, semanas, meses. Porque, seguramente, para esta facción del Cártel de Sinaloa, no quedará solo como una resta. Como cualquier otra de las que cotidianamente aparecen inertes en las calles, cunetas o la red de caminos vecinales de Culiacán. Y que estos no pasan, de ser la nota roja de un solo día, porque al día siguiente será otro u, otros, cuerpos anónimos sacrificados.

    Esta nueva estrategia diseñada para que no fallara, y que nos dice el Secretario de la Defensa Nacional, llevó seis meses de preparación evitó la capacidad de reacción y protección de ese ejército informal y fue tardía, aun teniendo una coordinación decidida a todo.

    Sin embargo, cuando reaccionaron, Ovidio ya viajaba rumbo al Campo Militar número 1 de la Ciudad de México. Y de ahí, horas después, iría a una celda de la prisión de alta seguridad del Altiplano desde donde su padre una noche se fugó, con su ayuda, para volver a la región de los altos de la Sierra Madre Occidental.

    Volvió, recordemos, a su hábitat natural con los serranos que lo veneran como un ser providencial. Como ejemplo de realización personal, sin importar que sus bienes provengan del crimen. Y él supo compensar esa veneración con caminos, escuelas, iglesias, regalos, compadrazgos, fiesta, despensas y protección, como corresponde, a la generosidad de un padrino italiano.

    Quizá, eso explica algo las balaceras, los bloqueos y los vehículos incendiados en los accesos de entrada y salida de Los Mochis, Mazatlán y Culiacán. Aunque en realidad fue un operativo más emocional, reactivo, ineficaz, desesperado, buscando, que volviera a ocurrir la decisión de 2019.

    Y que, con ello, viniera de nuevo la orden presidencial de liberarlo “para no afectar la población civil”. Los servicios de inteligencia del Cártel no se prepararon para otras hipótesis, o los contactos, en los círculos del poder, no alertaron sobre el operativo que estaba en marcha para la captura del menor de los Guzmán.

    No obstante, ahí están las imágenes tremendistas, las que rápidamente dieron vuelta al mundo, como si Culiacán se hubiera convertido en una Kiev asediada por soldados rusos. Y Sinaloa, una Ucrania encendida. Como una tea infernal, con grandes fumarolas negras en un día soleado, azul, infinitamente azul.

    Solo que Sinaloa no cuenta con un Zelenski capaz de detener la reacción violenta. Quizá, al Gobernador Rocha Moya, no se le enteró del operativo como afirmó “hasta la conferencia” de los miembros del Sistema Nacional de Seguridad Pública y si fue así, sería para evitar filtraciones y restar efectos colaterales indeseables. Incluso, garantizar la seguridad personal y la del primer círculo del gobierno.

    Luego vino el repliegue táctico de ambos bandos. Los efectivos del operativo de localización y captura regresaron a sus bases distantes al epicentro violento y quienes se quedan, estarán nerviosos porque serán los que de aquí en adelante podrían asumir las consecuencias de esta acción militar. El entorno ha quedado turbio. Sospechas de deslealtad y traición. Y ese mundo bizarro del crimen, no es alentador.

    ¿Cómo no recordar lo que probablemente provocó la detención en 2008 de Jesús “El Rey” Zambada y meses después, la de su sobrino Ismael Zambada Niebla?

    El desplome del avión donde viajaba Juan Camilo Muriño en la Avenida Reforma de la Ciudad de México y luego el helicóptero, donde lo hacía Francisco Blake, ambos flamantes secretarios de Gobernación durante el mandato presidencial de Felipe Calderón.

    Pero, volvamos al Culiacán del post, del día después, ese de las calles con los restos mórbidos y silenciosos de vehículos reducidos a cenizas, casquillos regados sobre el suelo y hierros retorcidos, humo que muestran todo ello un escenario de guerra y ahí están las cifras oficiales de víctimas: 10 militares y 19 sicarios.

    Quedó, de ese día, el sonido lúgubre de helicópteros que rondaban en las alturas haciendo la evaluación de la jornada y convoyes de patrullas que circulaban por las avenidas en un extraño recuento de los daños. También, seguramente, las reuniones de los hombres y mujeres del gobierno para encontrarle la cuadratura al círculo y volver a la normalidad. La construcción de una narrativa convincente capaz de quedar bien con Dios y con el diablo para, dirán, garantizar la gobernabilidad.

    La adrenalina alimenta todo tipo de relatos. Unos edificantes y otros deprimentes. Porque como me lo decía convencido un periodista culichi: “Culiacán es una ciudad enferma”, donde una franja de ella, no necesariamente pequeña, asume como propia la llamada narco cultura. Hace propia sus aspiraciones y sus iconos; la parafernalia y su estética; la música y su apología; el lenguaje y los gustos que llegan a ser esperpénticos.

    Vamos, con un alto sentido de pertenencia a lo prohibido y la búsqueda de cercanía con los personajes de ese éxito fugaz de alcanzar no solo fortuna rápida sino, también, las relaciones correctas. No habrán de pasar muchos días antes de que este jueves negro se convierta en una narrativa salpicada de anécdotas chispeantes donde los protagonistas no serán los caídos en el cumplimiento del deber sino, aquellos, que salieron al 100, dispuestos a entregar su vida por esa tradición maldita. La maldita costumbre de vivir en el filo de la navaja.

    Al tiempo.

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