“Paz y Bien” era el alias de Ernesto, un reciclador de Bogotá que cargaba, considerablemente encorvado, su costal de recolección. Uno se preguntaba si había padecido de alguna enfermedad de pequeño que le hubiese generado aquella condición en sus piernas que le hacían caminar con las rodillas dobladas y visible dificultad, y al mismo tiempo, uno se preguntaba qué vida tan dichosa habría tenido que siempre llevaba en el rostro una enorme sonrisa y mil horas disponibles para conversar.
Conocí a Ernesto por allá del 2018, en hasta ahora mi único viaje internacional en la bella capital colombiana. Caminaba cuesta arriba pasando la Plaza Bolívar y nos abordó mientras observábamos la arquitectura de la zona, sin mediar saludo, simplemente comenzó a explicar la historia de aquel sitio. Lo que empezó como un dato curioso sobre ciertos edificios, se convirtió en hora y media de cátedra sobre lo que había ocurrido en aquella Plaza en noviembre de 1985, y cómo el autoritarismo y fascismo de aquel entonces dejó una de las huellas más dolorosas en la memoria del pueblo colombiano.
Nos contó que él fue un estudiante y activista en la década de los noventa. Su voz fuerte y convencida en asambleas le ganó visibilidad y, con ello, su captura para encarcelarlo y torturarlo hasta dejar su cuerpo encorvado y sometido, si no a la fuerza del autoritarismo, sí al dolor físico que no le permitió nunca más volver a enderezar su espalda. Durante esa hora y media de charla improvisada no existió la prisa del turista por entrar a más museos o edificios emblemáticos, éramos tres hombres de tres generaciones distintas, conversando sobre las resistencias del sur global y sus sobrevivientes para seguir contando la historia y mantener viva la memoria de la lucha colectiva.
Hoy vuelvo a pensar en Ernesto, pues en medio del desolador escenario en el que la ultraderecha gana cada vez más terreno en el mundo, allanando con su llegada al poder la aceleración de políticas extractivistas que acentúan y aceleran las desigualdades y el despojo de los territorios, pienso que hay una sola cosa que, pese al desánimo y la angustia, no puede dejar de nombrarse, construirse y defenderse: lo colectivo.
La ola de conservadurismo que se ha alimentado de egoísmo disfrazado de estoicismo, del individualismo disfrazado de autocuidado, y el clasismo disfrazado de superación personal, es tan sólo uno de los tantos mecanismos para desprender abruptamente a las juventudes de su identidad como pueblo de América, y su sentido de pertenencia a sus barrios y comunidades, para que una vez vacíos, el control sea más fácil de ejercer.
No hay casualidades en un mundo donde históricamente la lucha por el poder es el tronco común de nuestra historia humana, y es justo este proceso de memoricidio y décadas de una lucha por la narrativa en la que se ha perdido la memoria de las resistencias contra gobiernos totalitarios, de manipulación histórica y mentiras ancladas al miedo, y son cada vez más las naciones que apuestan por candidatos declarados abiertamente en contra de los derechos humanos y de las minorías, que criminalizan la pobreza y favorecen las políticas que perpetúan la desigualdad y el despojo.
El futuro no será alentador mientras sigan llegando gobiernos conservadores y negacionistas del cambio climático cuando aún se discute la salida de los combustibles fósiles para frenar los efectos devastadores de este fenómeno, sumado a la extenuante resistencia de los pueblos y comunidades que enfrentan el aceleramiento del extractivismo de una transición energética que ha puesto a América Central y del Sur como zona de sacrificio para que los más ricos puedan manejar autos eléctricos y cambiar de teléfono móvil cada año.
En México, preocupa la incongruencia entre la narrativa y las acciones. No se puede hablar de un gobierno que obedece al pueblo, por un lado, mientras que, por otro, se celebra la cercanía de sectores (como el minero) que durante décadas han explotado y contaminado los territorios, y que anuncian cambios institucionales y legales para simplificar el otorgamiento de concesiones y permisos que sólo exacerbarán el extractivismo en regiones y comunidades altamente afectadas por estas actividades, bajo la falacia desarrollista y a costa de la salud del planeta y sus defensoras y defensores.
Como sociedad, es necesario hablar ahora de justicia climática y territorial desde los pueblos y comunidades; construir en conjunto los horizontes de vida, y defender la tierra, el agua, el aire, la cultura y la salud humana, no como bienes mercantiles, sino como parte de esos horizontes y de nuestra identidad, a la par de continuar exigiendo gobiernos congruentes cuyas políticas pongan siempre al centro a las personas y los derechos humanos.
Aquel encuentro con Paz y Bien me hizo pensar en la necesidad de devolver la presencia al hablar de los problemas del mundo. Luchar por recuperar los espacios de reunión comunitarios y gratuitos; regresemos a conversar cara a cara, a la proximidad como vía para el diálogo, el debate y el discernimiento. Que se llenen los territorios de asambleas y fiestas ancestrales; que mujeres y jóvenes se sumen y participen en las decisiones. Que el apoyo mutuo y la cooperación sean eje de avance, y la coperacha para el chesco nos alcance. Que regresen las anécdotas de banqueta, y las risas hasta las 10 de la noche frente a las puertas. Que las infancias sean cuidadas y cobijadas por todo el barrio y comunidad mientras juegan, y sientan el cálido abrazo de sus pares cuando experimenten la hostilidad del mundo de afuera. Que las abuelas y abuelos sigan siendo palabra y memoria, y no acaben nunca las fogatas con cafecito y sus historias. Volvamos a la fiesta de lo colectivo.
El autor, Charlie Canek Punzo, es investigador en el programa de Territorio, Derechos y Desarrollo de @FundarMexico.