La mirada del otro nos recorre, desnuda e incomoda. Es un dardo penetrante que se clava en nuestra carne, que desgarra completamente totalmente nuestro ser y existir. Es una mirada dura, fría, áspera y hasta soberbia que, en ocasiones, se manifiesta indiferentemente ajena e impenetrable.
Sin embargo, también puede ser una mirada amigable, tierna, cariñosa y condescendiente. Una mirada que abre puertas, derriba muros y desbarata obstáculos. Una mirada que atrae, emociona, acaricia, vincula, conquista y embelesa.
La mirada del otro nos puede mostrar aprobación, confianza, aceptación, beneplácito, como también rechazo, cólera, indignación, aburrimiento y fastidio.
La mirada del otro aumenta nuestra autoimagen o lacera nuestra autoestima. El frágil escudo de la identidad personal es traspasado por las certeras flechas que dispara la vigilante alteridad.
La mirada del otro embellece el altar de mi autoconfianza o incinera los débiles restos de mi escasa imagen. En verdad, como escribió Jorge Luis Borges: “Todos nos parecemos a la imagen que tienen de nosotros”.
Es cierto que la mirada del otro tiene una descomunal fuerza que nos mueve a buscar su aceptación; sin embargo, nunca habremos de ceder a la pretensión de conformarnos a la imagen que quiera tener de nosotros.
Si queremos ser auténticos no vamos a buscar su aprobación o aceptación, pero no podemos menos de recordar que la mirada del otro aniquila las defensas de nuestra seguridad.
Como recordó el experto historiador del arte alemán, Horst Bredekamp: “Al cubrir el rostro de la figura no se trata de evitar al condenado a muerte que vea las bocas de los fusiles, sino de proteger a los miembros del pelotón de la mirada del que va a morir. Los soldados actuaban según este modelo para defenderse de la mirada”.
¿Sostengo y resisto la mirada del otro?