Cada uno escribimos la partitura de nuestra vida, en ocasiones será una espectacular sinfonía, en otras, una romántica melodía o una modesta canción; sin embargo, lo importante es que cada quien pongamos en esa creación la riqueza de nuestro corazón, porque ninguna música es pequeña, insignificante o intrascendente, en cada una late vigorosamente nuestra razón de ser y el destino que pretendemos alcanzar.
Para Morricone, a quien introdujimos en la columna anterior, la música fue su destino, como expresó en el documental realizado por Giuseppe Tornatore: “Nunca pensé que la música fuera mi destino, mi intención era ser médico, pero mi papá me dijo: ‘No, estudiarás la trompeta’. Y me mandó al conservatorio de música a estudiar trompeta. Fue mi padre quien decidió que iba a ser trompetista”.
Empero, cada quien escoge la música que agita su espíritu, por lo que Morricone no se conformó con ser trompetista y exploró las vastas llanuras de la grandeza en “La sinfonía de los salmos”, de Stravinsky, y comenzó a hacer composiciones y arreglos muy modernos con un toque de genialidad, que rompían los esquemas de la música tradicional llegando, incluso, a personalizar las canciones agregando composición. Guiado por su maestro Goffredo Petrassi se inspiró en algo superior a la canción misma, aunque no se creía un innovador.
Por ese tiempo, se casó con María, el amor de su vida, a quien sus amigos llamaban cariñosamente “La Madonna”. Lo que más sorprendía era ver cómo Morricone traía la melodía en su cabeza, tan sólo miraba las teclas y escribía la partitura; es decir, sin tocar las notas. Por ejemplo, para la canción “Ogni volta” (cada vez) que cantó Paul Anka, en 1964, hizo un arreglo excepcional. Todos los músicos de la época querían trabajar con él.
¿Construyo mi destino?