La sociedad de la hoguera

29/04/2025 04:02
    Hoy, nuestras tensiones son muchas: crisis de identidad, incertidumbre económica, polarización política, saturación de estímulos. No es de extrañar que busquemos —casi desesperadamente— a alguien que pueda cargar con el peso de nuestra frustración colectiva.

    Vivimos en tiempos de hogueras simbólicas. Cada día, en algún rincón de nuestras redes, nuestras calles o nuestras conversaciones, arde un nuevo incendio. No necesitamos pruebas sólidas, ni reflexión pausada; basta una palabra equivocada, una opinión fuera de tono, una diferencia cualquiera para encender la mecha. A la menor provocación, parecemos ansiosos por señalar, aislar y castigar.

    Este fenómeno no es enteramente nuevo. René Girard, en su teoría del chivo expiatorio, explicaba que las sociedades, al acumular tensiones internas —económicas, políticas, espirituales—, buscan canalizar su violencia hacia un individuo o grupo. El sacrificio de ese otro, culpable o no, permite liberar momentáneamente las presiones sociales. Así se restablece, aunque sea de forma ilusoria, el orden perdido.

    Hoy, nuestras tensiones son muchas: crisis de identidad, incertidumbre económica, polarización política, saturación de estímulos. No es de extrañar que busquemos —casi desesperadamente— a alguien que pueda cargar con el peso de nuestra frustración colectiva.

    Byung-Chul Han ofrece otra clave para entender este fervor moderno. En su obra La sociedad de la transparencia, señala que en tiempos donde todo debe ser visible, donde cada gesto, cada pensamiento, cada error es expuesto al escrutinio público, crece también la intolerancia hacia lo ambiguo, lo incompleto, lo defectuoso. La transparencia absoluta no trae confianza, sino vigilancia y sospecha.

    En esa atmósfera, la pureza se vuelve un mandato imposible. Todos estamos a un paso de ser descubiertos como imperfectos, y quizás por eso, participamos con tanto entusiasmo en el linchamiento de otros: mientras alguien más arde, nosotros permanecemos, por ahora, a salvo.

    Nietzsche, en La genealogía de la moral, ya advertía sobre los peligros del resentimiento. La sociedad, al reprimir las pasiones vitales —la fuerza, el deseo, la voluntad—, no las elimina; las redirige hacia adentro o hacia el prójimo. Así surge el placer oscuro de castigar: bajo el disfraz de la virtud, se libera una agresividad contenida. No castigamos para corregir; castigamos para sentirnos superiores, para saborear, aunque sea un instante, una victoria moral sobre alguien más.

    No hay que olvidar tampoco la advertencia de Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén. La banalidad del mal, según Arendt, consiste en cómo personas ordinarias, obedeciendo normas sociales, siguiendo procedimientos, renunciando a pensar críticamente, pueden volverse cómplices de grandes injusticias. El mal no siempre se presenta como monstruosidad, sino como rutina, como inercia, como incapacidad de resistir la corriente.

    Hoy, la corriente es el castigo.

    En lugar de meditar sobre las complejidades humanas, sobre los contextos, sobre la posibilidad del error y el aprendizaje, optamos por juicios inmediatos, sentencias sumarias y ejecuciones públicas en forma de cancelaciones, escarnio o humillación viral. La rapidez con que juzgamos y castigamos apenas deja espacio para la duda o la compasión.

    Detrás de esta compulsión por castigar, parece latir un miedo profundo: el miedo a nuestra propia fragilidad, el miedo a ser nosotros mismos los que, mañana, seamos acusados. En vez de enfrentarlo, preferimos apuntar el dedo, participar del rito colectivo, sumar nuestra voz al clamor, aunque no sepamos bien por qué ni contra quién gritamos.

    Quizás, en este contexto, la verdadera rebeldía sea otra. No seguir la inercia de la masa. No apresurarse a juzgar. No dejarse seducir por el placer fácil del escarnio. Hay que recordar que cada ser humano es un mundo de contradicciones, de historias invisibles, de errores y posibilidades de redención.

    Resistir el impulso de castigar puede ser, hoy, un acto revolucionario. Atreverse a pensar antes de condenar. Aguardar antes de sumarse al coro. A mirar al otro —y a uno mismo— con una paciencia casi extinta. A reconocer que la vida humana es demasiado compleja para reducirla a la lógica binaria de inocentes y culpables.

    Antes de prender la próxima hoguera, deberíamos preguntarnos:

    ¿A quién estamos castigando realmente? ¿Y qué estamos tratando de ocultar o de exorcizar al hacerlo?

    Quizá la salida no esté en encontrar siempre a un culpable, sino en asumir el desafío, mucho más arduo, de convivir con la imperfección: la nuestra y la ajena.

    Solo así, tal vez, podamos construir una sociedad menos desesperada, menos violenta, menos ansiosa por ver arder a alguien en nombre de la justicia.

    Gracias por leer hasta aquí. Nos leemos pronto.

    Es cuánto.