“La rapidez, que es una virtud, engendra un vicio, que es la prisa”, expresó el médico humanista español, Gregorio Marañón. Con ancestral sabiduría, según comentó Suetonio, el Emperador Augusto recomendaba el adagio latino: “Festina lente”, que significa apresúrate despacio.
Hoy en día, nos movemos en un torbellino que amenaza con engullirnos por completo. Vivimos en una aceleración permanente que no permite tomarse un respiro y se nos olvida la frase de la canción “El rey”, de José Alfredo Jiménez: “Después me dijo un arriero que no hay que llegar primero, pero hay que saber llegar”.
El reloj se convierte en infernal tirano, lo que genera la enfermedad llamada “cronopatía”, pues no existe otra meta diaria que ser el primero en todo, originando un desgaste y desastre total: físico, emocional, mental y espiritual, debido a una descomunal carga de estrés y una nebulosa montaña de ansiedad.
Es cierto que vivimos en un mundo tremendamente tecnológico y competitivo, donde no podemos darnos el lujo de perder clientes, dinero, tiempo, trabajo y prestigio; sin embargo, volvemos a insistir, no es lo mismo rapidez, o velocidad, que prisa.
La rapidez para hacer una tarea, o cumplir con un encargo, es una responsabilidad indelegable e imprescindible; no así la prisa, que se convierte en un lastre de imperfecciones por falta de reflexión y preparación.
El sacerdote francés Jacques Phillipe, en su libro La libertad interior, recomendó: “La mejor manera de preparar el futuro no consiste en pensar en él sin descanso, sino en estar bien anclado en el instante presente. No se trata de volverse irresponsables o faltos de previsión; tenemos obligación de trazar proyectos y pensar en el mañana. Pero es preciso hacerlo sin inquietud, sin esa zozobra que roe el corazón, que no resuelve absolutamente nada”.
¿Soy cronópata?
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