La venganza de Kondo (y algunas librerías)

Alejandro De la Garza

    @Aladelagarza / SinEmbargo.MX

    Hay gozo íntimo al escarbar en nuestra pequeña o gran biblioteca, la fruición de hurgar en los estantes repletos de libros nos estimula a redescubrir los textos donde nos vimos reflejados y a rescatar a quienes fuimos a lo largo de esas lecturas.

    El sino del escorpión también han sido los libros. Como periodista y escritor de un volumen de ensayos literarios, los libros son la materia prima de su trabajo, de su experiencia estética y de su goce intelectual. Por ello, cuando la célebre escritora japonesa Marie Kondo apareció hace un par de años en su serie de Netflix para recomendar un orden doméstico escueto y minimalista, que incluía no tener más de 30 libros en casa, el alacrán se unió a las críticas y burlas generalizadas, provenientes sobre todo de escritores, editores, libreros y lectores asiduos, quienes desechaban esa propuesta, asegurando que los libros además de útiles y necesarios para el trabajo, son como viejos amigos que nos han acompañado por años.

    Hay gozo íntimo al escarbar en nuestra pequeña o gran biblioteca, la fruición de hurgar en los estantes repletos de libros nos estimula a redescubrir los textos donde nos vimos reflejados y a rescatar a quienes fuimos a lo largo de esas lecturas. No obstante, el arácnido se ha visto sometido a circunstancias adversas y se ha visto obligado a mudarse a un mínimo espacio, luego de 30 años de vivir en un departamento de proporciones suficientes para atesorar una biblioteca cercana a los tres mil ejemplares. Llegó entonces la venganza de Marie Kondo: el venenoso inició el viacrucis de la venta de su biblioteca, de inicio en partes (primeras ediciones, libros valiosos), luego por caja, después por peso y, cuando estaba ya en pleno remate callejero (¡como oferta, como promoción, como propaganda!), tuvo la suerte de hallar a un librero decente y conocedor, quien gustoso le compró los últimos 750 libros por una cantidad más razonable y justa.

    ¿Quién carga semejante cantidad de libros y semejante peso en kilos en una mudanza? El escorpión está convencido ahora de que una buena biblioteca mínima (digamos entre tres mil y cinco mil ejemplares), sólo puede albergarse en la seguridad de una vivienda propia, de la cual no haya necesidad de mudarse nunca más. Este pequeño melodrama doméstico llevó al arácnido a dar un salto cuántico hasta verse, adolescente y en blanco y negro, rondar por algunas librerías capitalinas. Se vio cavilar imberbe por La Pérgola, luminoso espacio en la Alameda Central cuyos enormes ventanales originaron el nombre de “Librería de Cristal”, levantada en 1940 precisamente sobre la antigua pérgola del céntrico parque capitalino, y después convertida en una extendida cadena librera. En la planta baja se ubicó el local de la librería -primera de autoservicio en la ciudad-, propiedad del fundador de la Editorial Iberoamericana de Publicaciones, Rafael Giménez Siles. En el piso superior estuvieron las oficinas de la revista Tiempo y el despacho de su director, Martín Luis Guzmán (pilar de la literatura mexicana), a quien el Presidente Alemán habría prestado el inmueble, advierte el investigador Jorge Vázquez Álvarez en un folleto publicado por la UAM y disponible en Internet. En 1973, a pesar de las numerosas protestas, el local fue demolido para construir la estación Bellas Artes del Metro.

    Al inicio de los años setenta, el arácnido hurgaba en la librería Universitaria de avenida Insurgentes -frente al Condominio del mismo nombre en la colonia Roma-, única sucursal fuera de la Ciudad Universitaria en aquellos años; acudía a la Zaplana, en la misma zona, o llegaba a la tienda original del Fondo de Cultura Económica en avenida Universidad. Siempre encontró buenos libros también en la librería El Ágora, en Insurgentes sur y Barranca del Muerto, célebre porque Juan Rulfo pasaba las tardes en su cafetería (con Arturo Azuela, Federico Campbell, Guillermo Sheridan y Gustavo García, entre otros escritores) y porque ofrecía lecturas y música en su pequeño foro. Ya cerca de San Ángel, sobre la calle Manuel M. Ponce, destacaba la librería El Juglar, fundada por Germán Dehesa y Sealtiel Alatriste en 1973, y para casos extremos o difíciles, había que desplazarse hasta las librerías de viejo de la calle de Donceles.

    También recuerda con nostalgia universitaria la original librería Gandhi, hoy convertida en oficinas corporativas (esquina de las avenidas Miguel Ángel de Quevedo y Universidad). De aquel primer local, de apenas 150 metros cuadrados, inaugurado por Mauricio Achar en 1971, destacaba su concurrido mezanine, donde se cafeteaba y jugaba al ajedrez conversando con los escritores, poetas y parroquianos asiduos. El escorpión recuerda una tarde completa conversando ahí con el poeta José Vicente Anaya, fallecido apenas en el 2020. Y aunque las tiendas y cafeterías Sanborns comercializaban libros desde los años cuarenta, fue hasta la década de los noventa cuando se extendieron las cadenas culturales de librerías-cafeterías-foros-bares-galerías-tiendas, como El Péndulo (fundada en 1993 y hoy con media docena de exitosas sucursales), donde además de libros ya se vendieron discos, regalos, camisetas, souvenirs, catálogos, obras y libros de arte, películas y más.

    Mientras recordaba estas aventuras librescas, y al revisar y desempolvar sus libros, el alacrán no pudo evitar reírse un poco de Kondo y su obsesión por el orden, así como del efecto KonMari, como se conoció a su exigencia de limitar nuestra biblioteca a 30 ejemplares. Este afán por el orden (en libros, ropa, papeles, objetos) hace a Kondo insensible a la luz del caos y el azar, a los hallazgos imaginativos suscitados por lo accidental, advierte el venenoso. Pero también es curiosa (y azarosa) la forma recomendada por la escritora para averiguar cuáles son los títulos con los cuales quedarse: sujetarlos en la mano para sentir si nos hacen felices. “Hay que sentir ese ching” (esa energía), nos pide Marie. El escorpión sintió ese ching con dos tercios de sus libros, pero, finalmente, apenas pudo salvar poco más de un centenar que almacenó en el sótano de la vivienda de una generosa amiga. ¿Sirven de algo los libros metidos en cajas apiladas en un sótano, ching-ao? ¡Ah!, y también se quedó con unos cuantos volúmenes (menos de 30) en el mínimo estante de su cuarto de alquiler.

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