Uno piensa que la literatura, el arte, la ciencia, la filosofía o, en general, el mundo van a resultar beneficiados por aquello que uno pueda aportar, y se esmera en producirlo esperando generar una revolución o, al menos, cuando se madura, contribuir con un pequeñísimo grano de arena al muro inmenso de la cultura y, dependiendo del éxito que se consiga, uno se apoltrona en la decepción de uno mismo o, vacunamente satisfecho, rumiando su modesta gloria, uno se mira en el espejo de su obra. Rara vez uno se fija en el verdadero beneficio que la dedicación trae a quienes la practican.

    Porque lo importante no es tanto lo que uno haga por la filosofía, la literatura o la ciencia, sino lo que esas vocaciones hacen por uno: el cambio profundo que opera en quienes denodadamente se dedican a ellas. La obra resultante es uno: uno mismo. No las obras que quedan ante uno y que acarrean el bostezo o el aplauso de los demás.

    La filosofía y la literatura, que son los campos a los que he dedicado mi vida siguen, para decirlo escuetamente, tan campantes como si yo nunca hubiera existido (por mucho que encerrado en mi pequeño ego pueda regodearme algunas tardes); en cambio, las horas y los días en los que mi asunto ha sido pensar para entender, para intentar entender, la trama enmarañada de los diversos sentidos de la vida o el misterio indigerible de la existencia, han desarrollado en mí, por decir lo menos, unos ánimos amigables que me permiten convivir pacífica y cordialmente con los otros y, para decir lo más, esos días en los que he batallado con lo indescifrable me han habilitado para comprender los matices, los recovecos, los detalles, las facetas que revelan la infinita complejidad hasta de lo más simple. Pensar me ha convertido en un individuo pensante, condición que no puede darse por descontada por el solo hecho de haber nacido en la especie homo sapiens. Ser un individuo pensante es un logro, no una característica de entrada.

    Y otro tanto ha ocurrido con el tiempo dedicado a la escritura (que es simultáneamente tiempo dedicado a la lectura). Los días leyendo y escribiendo, viajando por historias, tratando con seres de ficción en universos construidos letra a letra; haber sido tantos bajo la piel de tinta de otros seres humanos, más humanos que los seres humanos que he conocido andando por las calles, me ha llenado de calles y de conflictos humanos que no existían en este mundo banal donde vivo y respiro, sino que comencé a apreciarlos hasta que la lectura y escritura me permitieron observarlos aquí, donde a primera vista todo es superficial y vano. Pude percatarme del mundo y sus pasiones gracias a que los conocí leyendo y escribiendo. La literatura para mí ha sido un viaje de regreso a la realidad ágrafa, pues solo de vuelta, de regreso de páginas memorables, pude distinguir lo memorable de este olvidable mundo real que me rodea, y encontrar que en los grises seres humanos reales, hay una realidad compleja, tan real y compleja como la de los personajes.

    Tenía razón mi maestro Eduardo Nicol, “Lo importante no es lo que uno hace por la filosofía, sino lo que la filosofía hace por nosotros”. Lo que hace por nosotros todo aquello que convertimos en nuestra pasión. Uno es, pero termina siendo lo que uno hace con su vida o, como lo dijo para siempre Cervantes: “El hombre es hijo de sus propios actos”.

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