La voluntad en común

    A mi equipo
    No deja de ser llamativo que una práctica tan menospreciada en México, como la del voluntariado, hoy sea una de las más importantes -por no decir determinantes- para garantizar el regreso a clases. No exagero. En algunas escuelas primarias y secundarias, sus directoras y directores, me han comentado que tienen más de dos años sin recibir un litro de cloro, pinol o trapeador por parte de las autoridades educativas. Qué decir de pintura para las paredes, rejas para las ventanas, abanicos, aparatos de refrigeración, computadoras, sillas para profesores, mesabancos y demás cosas que son de lo más común en la mayoría de las escuelas privadas.

    La sugerencia, en el fondo, era una advertencia. “Por favor, que no se les haga tarde; si salen antes de la una y media máximo, estoy segura que no habrá ningún problema. Después de esa hora, ya comienzan a llegar con algunas cervecitas encima y le siguen toda la tarde. A las seis aquí se vuelve tierra de nadie”.

    A decir verdad, me pareció una recomendación un poco excesiva, pero en la segunda visita me quedó perfectamente claro que la maestra Alma no exageraba ni tantito. Las tres cicatrices de bala que lucía el portón de la entrada, me hicieron terminar de entender la dinámica del sitio donde mi familia, amigos y algunos colegas estuvimos metidos remozando la apariencia de “El pequeño luchador”, un preescolar incrustado en uno de los cerros del barrio de sierra-ventana.

    La escuelita, al igual que los expendios de cerveza, tiraderos de droga, ferreterías, abarrotes y peluquerías, es una de las formas de apropiación del espacio más simbólicas de lo que hace apenas 30 años era una invasión. A una primera casa se sumó otra y, luego, una más. Quizá de ahí le viene su forma engañosa y extraña. Chica por fuera, larga y alta por dentro. Vista desde el exterior, la imaginación no da para dibujar el interior del Pequeño luchador. Creció como las ramas de monte: donde pudo.

    Gracias a la tenacidad de un par de educadoras que se aliaron con el líder del barrio -un luchador que se ganaba la vida partiéndose la espalda en la arena Monterrey-, nació esta escuelita que entrega vida y color al grisáceo cerro. Vale decir que la expresión “Gracias a la tenacidad”, está lejos del sentido figurado. Alma y sus maestras, son tan perseverantes, como la terca pobreza y violencia que ronda en esas calles.

    “Si no fuera por el apoyo de gente como ustedes -dijo Alma-, la escuela no estaría tan bonita -dejando entrever una mueca que era una mezcla de soberbia y orgullo-. Todo lo que ven aquí, el mural, los juegos, los bebederos y los baños, los hemos venido haciendo poco a poco. En los 11 años que tengo aquí, el preescolar cada vez está mejor, y sin la ayuda de la Secretaría, porque de ahí no tenemos ningún apoyo. ¡Véanla!, ni en la pandemia se nos cayó. Claro, eso se debe a que algunas compañeras y yo hemos estado viniendo a limpiar y hacer lo que podemos. Si la dejamos, de plano se nos cae. Por eso estamos muy agradecidos con el voluntariado que vienen a hacer”.

    Ciertamente, “El Pequeño luchador”, estaba bien puesto. Modesto, muy modesto, pero dignamente montado. “De repente vendemos cositas aquí en la escuela para sacar fondos, porque las familias no tienen para los materiales de los niños. Una vez intentamos cobrar 200 pesos para los materiales del año, pero luego, luego las mamis me dijeron que no podían pagar esa cantidad; que me pagaban eso o comían en su casa. Son muchas las mamis solas. Esta zona es complicada. Los niños todo nos cuentan; ¡no se guardan nada! ¡Nos enteramos de todo lo que sucede en sus casas! Así las compañeras y yo nos organizamos para ir sacando al luchador adelante”.

    Lo dicho por la maestra Alma es tan solo una parte de lo que he visto a lo largo de este regreso a la presencialidad en las aulas. Gracias al trabajo voluntario de las familias y de muchos y muchas ciudadanas concernidas, a jalones y estirones, las escuelas van retomando su marcha.

    No deja de ser llamativo que una práctica tan menospreciada en México, como la del voluntariado, hoy sea una de las más importantes -por no decir determinantes- para garantizar el regreso a clases. No exagero. En algunas escuelas primarias y secundarias, sus directoras y directores, me han comentado que tienen más de dos años sin recibir un litro de cloro, pinol o trapeador por parte de las autoridades educativas. Qué decir de pintura para las paredes, rejas para las ventanas, abanicos, aparatos de refrigeración, computadoras, sillas para profesores, mesabancos y demás cosas que son de lo más común en la mayoría de las escuelas privadas.

    La mala prensa del voluntariado, entiendo, tiene que ver con su tipo, el cual viene determinado por su finalidad. Tras muchas intervenciones en escuelas, casas-hogar, centros comunitarios y demás, a lo largo de los años me he topado con dos tipos: el débil y el fuerte.

    El voluntariado débil es como el fuego de una luz de bengala o la llama que brota de una torunda empapada de alcohol. Este tipo cobra cuerpo en cuatro formas distintas que vienen determinadas por su propósito: la caridad, la lástima que empuja a las personas a “poner un granito de arena”, la posibilidad de ganarse el cielo y lavarse la cara para que brillen los destellos de la bondad.

    Y si bien es cierto que a la benevolencia no se le obliga, y sea cual sea su motivo, la ayuda a los demás siempre será muy bien recibida, las intervenciones comunitarias que surgen de la caridad o la promesa de poder ganarse el cielo, son alicortas o de temporada. Por ejemplo, quienes a lo largo del año no han movido un dedo en favor de los demás, aprovechan el tiempo de cuaresma para enmendar las fallas que previenen los diez mandamientos. Lo mismo sucede con quienes ven por los demás saldando alguna manda. Acabada la Cuaresma, Navidad o pagado el favor al santo, la acción por el desfavorecido se acaba.

    Por el contrario, un voluntariado fuerte es aquel que va forjándose con el paso del tiempo cultivando los valores de la solidaridad, la responsabilidad y el compromiso con los demás. A diferencia del débil, el voluntariado fuerte parte del reconocimiento de la dignidad -atribuible a cualquier ser vivo- y los derechos negados que le impiden su florecimiento.

    Conozco iniciativas promovidas por curas, monjas, activistas, docentes, amas de casa, líderes de barrio y profesionistas independientes, animadas desde un optimismo esperanzado, que están a la distancia de la ingenuidad. Morirán sin acabarse los problemas que atienden, sabiendo que su legado inspirará a otros a continuar su causa. La maestra Alma, mi equipo de trabajo y muchos de mis amigos, se encuentran en este grupo.

    Y por no dejar, van unas cuantas preguntas al margen: ¿Usted participa como voluntaria o voluntario? Si ahora no lo hace, ¿qué le impide hacerlo? ¿Ya pensó en todo aquello que usted resolvería si de manera consistente, no episódica, participara en alguna iniciativa ciudadana?

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