Era uno de los pueblos nuevos, que se formaron después de que se inundaron en los que vivían antes.
Entre la avaricia del gobierno de Aguilar Padilla, de quererles comprar los terrenos en pocos pesos, y la indolencia del de Mario López Valdez, terminaron por construirles el nuevo pueblo, en una zona de montaña, con caminos empinados, con desniveles y terrenos que terminaban en voladeros.
No era fácil llegar a esos pueblos, porque se tenía que adentrar, por más de un par de horas, a la zona serrana de Mazatlán, en tiempos en que había grupos armados deambulando y provocando desplazamiento con violencia.
Esa vez había extraños en el pueblo porque había comuneros de la presa Picachos, que seguían a Atilano y la Charis, que impidieron pasar a un grupo de funcionarios de Gobierno del Estado que habían pactado una reunió con el otro grupo, uno de decenas de personas que simplemente quería hacer con sus escrtituras lo que ellos mismos querían.
La situación se polarizó, porque el primer grupo, el que comenzó con las marchas y levantó la voz en las exigencias, pensaba que las decisiones del otro grupo debilitaba la lucha.
Como en toda refriega, hubo gente que quedó en medio.
Cuando la vi, me llamó la atención que se asomaba insistentemente por la ventana de la cocina.
Entendí que no estaba segura si salir a responder el saludo. Titubeó hasta el último minuto.
La mujer, de menos de 30 años de edad, no dejaba de mecer a su bebé de unos 10 meses, rebotando en sus piernas, intentando meterlo en un trance que le cortara el llanto.
Regresó dentro de la casa, después de empujar la puerta antes de abrirla, como si tuviera una maña.
Era una casa de dos pisos, en obra negra, pero con piso de mosaico en algunas partes.
La construcción no era igual a las demás, no se parecía en nada a los galerones que el Gobierno del Estado les había construido y que se convertían en hornos durante el verano.
Como todos, se miraba que habían continuado creciendo sus viviendas.
Regresó con el vaso con agua y mucha dudas.
Después de una breve plática se llenó de valor y preguntó ¿cómo le puedo hacer?
Muchas personas, en ese momento, pensaban que se volverían millonarias con la respuesta que el Gobierno había tenido a la lucha de los comuneros, que serían indemnizados con tres o cuatro veces el valor de sus tierras, pero tenían que mostrar sus escrituras y hacer cola.
“Pero a mi no me pelan, porque como yo no he podido ir a las marchas ni estar ahí con ellos, pues no me consideran”, lamentó.
Justificó además que tenía otros dos hijos, y lo peor, que no tenía papeles con qué demostrar que las tierras eran suyas, porque nunca se casó con su esposo, vivían en concubinato y los niños no estaban confirmados.
“¿Y su esposo?”, le pregunté.
No respondió. Agachó la mirada mientras seguía meciendo a su hijo.
Comenzó a llorar y apenas pudo responder: se lo llevaron.
Llegaron de madrugada y comenzaron a golpear la puerta. Le pegaron tan fuerte con la culata de un rifle que dañaron la chapa.
Gritaban el nombre del hombre de la casa casi en coro.
Salte o te quemamos la casa.
Él salió y la agresión no se detuvo. Le pegaron, lo tiraron al suelo.
Una patada. ¡Argh!
¿Dónde están los papeles?, le gritaron. Dámelas, las escrituras, dámelas.
Casi no podía responder.
Otra patada. ¡Ouh!
Por favor, ya, déjenlo, se interpuso ella con el bebé llorando y los otros niños asustados en el cuarto.
Dinos dónde están los papeles o lo matamos aquí mismo.
Pum, sonó el rifle al dispararse y con la ojiva, botó un pedazo de mosaico del suelo.
Me platica y con la punte del tenis, ella me señala la evidencia de aquella noche.
Pum. Sonó otra vez. Otro balazo, más adentro de la casa.
Entraron y hallaron los papeles, pero después de destrozar el ropero y tirar, casi a propósito, el resto de lo que había dentro.
Ella gritaba por él, que seguía en el suelo, golpeado, muerto de miedo, y desesperado por no poder hacer nada por proteger a su familia.
Te vas con nosotros quemamos la casa, le dijeron.
Decidió irse con ellos. Se fue casi a gatas, arrastrado.
¿Llamó a la policía?, le pregunté. “No, la Policía no viene para acá”
“No tengo las escrituras de la parcela”, lamentó. “Nada más tengo este lugar en donde estoy y aquí no puedo trabajar”.
“Yo quería cobrar ese dinero de la parcela, por los niños”.
Las ideas fluyeron, sugerencias, de cómo demostrar que mantuvo una relación con el dueño de la parcela, que la familia la puede apoyar, que se registren los niños, que se pueda pelear por sacar nuevos papeles.
Que pueda buscar una manera de recuperar el patrimonio.
¿Ha buscado a su esposo?, le cuestiono.
“No, ¿para qué? yo creo que ya está muerto”, dice.
¿Ya puso una denuncia?, le sugerí.
“No, ¿para qué?”, otra vez cuestiona.
Hubo un silencio que se alargó por un par de minutos.
Ella no deja de ver el hueco que dejó el balazo en el mosaico del porche de su casa.
“Tengo miedo de que vuelvan”.