Todos los días, de manera casi obligatoria, tengo que salir a pasear con Nalu. No sé si mi husky tropical sienta que el paseo es rutinario, porque aunque es profundamente flemática, una vez afuera se entusiasma como si no hubiese visto exactamente la misma calle, las mismas casas y olfateado exactamente los mismos rincones por la mañana, o la noche anterior.
Ya está llegando a los 8 años, una etapa madura en su vida, y veo como su ímpetu, su caminar, se vuelve más pausado, la veo con detalle porque me gusta pensar que cada día acepto que un día nos despediremos, supongo que aunque parece pesimista, me ayuda a recordar lo efímero que resulta la vida, para unos más para otros menos, pero un instante al fin, y que el resumen de esa vida que tenemos, no es sino el reflejo de un caleidoscopio del mi espejos que parecen haber visto por fragmentos cada una de nuestras partes.
Pero, aunque tenemos mucho que aprenderle a los perros, las lecciones que imprimo en las reflexiones que me invita Nalu no son ni novedosas, ni especiales en cuanto a la “humanidad” en su conjunto refieren, antes de mí, unos 2 mil 400 años de que yo llegara a pisar la Tierra, había toda una escuela filosófica que tendría al “perro” como su símbolo.
En el lenguaje moderno, la palabra “cínico” suele referirse a una persona que muestra desconfianza hacia las motivaciones de los demás. Alguien cínico tiende a creer que las acciones de las personas son impulsadas por intereses egoístas y no por valores altruistas. Este uso de la palabra sugiere escepticismo y puede tener una connotación negativa.
Pero no fue siempre así, la etimología de la palabra “cínico” proviene del griego antiguo kynikos, que significa “perteneciente a los perros” o “como un perro”. Este término se relaciona con la palabra kyon, que significa “perro”.
La palabra fue utilizada para describir a los filósofos cínicos, quienes eran conocidos por su desprecio hacia las normas sociales y su estilo de vida que a menudo se caracterizaba por la simplicidad y el rechazo de las convenciones. Diógenes de Sinope, el más famoso de los cínicos, era a menudo asociado con una vida que parecía poco civilizada o “canina”, y su comportamiento provocativo, como vivir en un barril y mendigar, contribuyó a esta conexión.
Los cínicos a menudo utilizaban la figura del perro como símbolo de autosuficiencia, honestidad y desprecio por las posesiones materiales. En su vida, buscaban vivir en concordancia con la naturaleza, como los perros que no se preocupan por las convenciones humanas.
La escuela cínica tiene sus raíces en la filosofía griega antigua y se remonta al Siglo 4 a.C. Su fundador más conocido es Antístenes, un discípulo de Sócrates, quien promovió ideas sobre la autosuficiencia y la vida en virtud.
La filosofía cínica se nutre de las enseñanzas de Sócrates, quien enfatizaba la importancia del conocimiento y la vida virtuosa. Antístenes adoptó estas enseñanzas pero las llevó a un enfoque más radical. Los cínicos criticaban las convenciones y normas sociales, considerándolas artificiosas. Abogaban por un regreso a la naturaleza y una vida simple, libre de las preocupaciones materiales.
Los cínicos creían en la autosuficiencia y la independencia personal, y en vivir en armonía con la naturaleza, despojándose de deseos complicados y materiales. La escuela cínica se desarrolló como una respuesta filosófica y crítica a la cultura y la sociedad de su tiempo, promoviendo una vida de virtud, autenticidad y simplicidad.
Hoy “estamos atrapados en la cultura de la prisa y de la falta de paciencia. Vivimos en un estado constante de hiperestimulación e hiperactividad que nos resta capacidad de gozo, y nos roba la posibilidad de disfrutar la vida” (Honoré, C), cuánta falta nos hace contemplar más, simplificar, disfrutar más de lo que ya es bello, de quién está con nosotros, de lo atender lo que verdaderamente importa. Tal vez habría que voltear a ver un poco más al perro.
Gracias por leer hasta aquí, nos leemos pronto.
Es cuánto.
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@isaacarangureconacentoenlae