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LA RAMBLA

Los gritos que llegaron con la oscuridad

    ¡Aaaaaaayyyy, mis hijos!, escuché a lo lejos, al poniente, rumbo al panteón del pueblo.

    Ni siquiera hacía viento, más bien era una noche calurosa, sin luna, y con las estrellas opacas.

    Todavía hay zonas en San Pedro en donde las casas no están pegadas barda con barda, que tienen terrenos grandes llenos de árboles, lugares para animales.

    Pero también luces a veces tintineantes en los porches o los patios que están muy lejos unos de otros.

    Esa noche, después de cenar y ya preparándonos para dormir, quedaron expuestas una vez más las fallas absurdas y sin sentido del servicio de la Comisión Federal de Electricidad.

    Sin el sonido de la explosión previa de un transformador, la televisión se apagó al mismo tiempo que el ruido de la polea del ventilador del aire acondicionado comenzaba a ceder.

    La oscuridad cayó como la lluvia de gotas tupidas, de inmediato, como a propósito, a mojar completamente y de inmediato.

    Esa sensación de oscuridad total no la soporto. No ver, ni siquiera con el reflejo de luces lejanas, la silueta de los muebles o los aparatos en el cuarto, me hace sentir estar en una habitación inmensa, oscura, que se queda sin piso, sin techo y que se expande dependiendo de lo que más me perturbe.

    Por eso corrí a buscar los cerillos que tengo en una cajita vacía de perfumes y que uso para encender mis cigarrillos a escondidas de mi padre.

    Encendí el primero y alcancé a salir de la habitación, llegar a la cocina e identificar la zona en donde están las veladoras y una fotografía para recordar a mi madre, quien falleció hace varios años.

    Aún con la veladora con más cera, fue difícil encender la mecha, no sin antes quemarme los dedos un par de veces.

    Me fui por el pequeño pasillo y toqué con fuerza la puerta de la habitación de mi padre.

    ¡Toc, toc, toc!

    No hubo respuesta.

    ¡Toc, toc, toc!

    Insistí con mayor fuerza.

    ¿Qué pasó?, escuché sus gritos aún con la puerta cerrada.

    Por lo regular se queda hasta tarde viendo juegos de beisbol de Grandes Ligas o alguna película en blanco y negro.

    Esa noche no eran ni las 11, cuando ya estaba dormido.

    “Se fue la luz”, le dije pata informarle.

    ¿Y?, gritó otra vez.

    Entonces entendí que le valía madre, que no se movería y que seguía durmiendo.

    Entonces salí al portal.

    No corría tampoco nada de aire.

    Con la luz de la vela encendí un cigarro y me senté en una de las poltronas de tubos de metal y carteras que mi papá construyó hace muchos años.

    Fue ahí, cuando en medio de toda la oscuridad y el silencio, que oí ese grito nítido, familia, que me enchinó la piel.

    ¡Aaaaaaayyyy, mis hijos!, escuché a lo lejos, al poniente, rumbo al panteón del pueblo.

    Le di otro chupete al cigarro y solté el humo, mientras sonreía, sin creer lo que escuchaba.

    El terreno donde está la casa de mi padre colinda con la propiedad de mi abuela, ya fallecida, al frente y a un lado de otros primos de mi papá. Toda una granja de casas sin bardas de por medio.

    No sabía qué hacer, porque mi padre se burlaría de mi si fuera a contarle que escuché a La Llorona.

    El grito de nuevo sonaba, al mismo rumbo.

    Entonces alcancé a escuchar unos murmullos de la casa de mi prima, a unos 30 metros, y caminé para encontrarlos.

    Estaba ella y sus tres hijos pequeños. También uno de mis tíos.

    Ellos se habían sentado, igual que yo, en el portal de su casa, esperando que la energía regresara y con ella la comodidad del aire acondicionado.

    Por eso platicaban casi de cualquier cosa ahí afuera.

    “Buenas”, saludé.

    Todos respondieron sorprendidos por la hora y por haber salido de entre la oscuridad.

    “Oigan”, les dije, “les va a parecer raro que les pregunte, pero... ¿no han escuchado los gritos de La Llorona?”.

    Mi tío se rió. Mi prima, incrédula, me exigió una explicación.

    Les sugerí a todos que se quedaran callados por unos segundos.

    Entonces el grito llegó hasta sus oídos, la misma frase: Ay, mis hijos.

    “No mames”, dijo mi tío. ¿Qué será esa madre?

    Diego, el mediano de los hijos de mi prima, comenzó a llorar y quiso meterse a su casa.

    “Lo peor”, les dije, “es que según la leyenda, cuando más lejos se oye, es que está más cerca”.

    Ahora todos los niños estaban asustados y su mamá y yo buscaba cómo calmarlos.

    Seguimos platicando de otras cosas, y el grito se hacía a veces más claro y fuerte, o más lejano, pero se mantuvo por varios minutos, en medio de la oscuridad de la noche en San Pedro.

    Al día siguiente, me encontré a mi tío cuando llegaba de trabajar ya por la tarde.

    Estaba cortando la única anona que colgaba de un árbol que él mismo riega todos los días.

    Una pareja de vecinos, ya ancianos, se asomaron por el cerco y le ofrecieron su gancho guamuchilero para facilitarle el trabajo.

    ¿Ustedes no oyeron a La Llorona ayer?, les preguntó mi tío.

    “Yo no escuché nada, pero ya supe todo el mitote, porque fui al Centro”, dijo el vecino.

    “Fue el hijo de su chin... madre del panadero. Sacó la moto y puso ese grito en la bocina y estuvo chingue y chingue toda la noche. Una tableada deberían darle...”.

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