Los libros de texto... en su contexto

EL OCTAVO DÍA
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    A veces, los programas escolares son hechos por personas con poca experiencia en el aula o en la vida, pero muy buenos en la política del momento y con una gran disposición para cambiar la historia.

    Mi generación se fundamentó en los libros de texto en un mundo, para bien y para mal, sin tantas discusiones.

    La única polémica que había era cuando se tardaban demasiado tiempo en entregárnoslos en las primarias y, en los años ochenta, Acción Nacional proponía la necesidad de incluir fuentes alternas en historia nacional y biología.

    No me tocaron los libros con la patria personificada en la portada, con una hierática dama morena enarbolando la bandera nacional; esos eran los de mi hermana mayor. La vida privada de esa modelo era un misterio y hoy está disponible en Internet; señal ominosa de estos tiempos donde lo público y lo privado son lo mismo.

    Mis libros de texto fueron un producto posterior del equipo de Armida de la Vara; el gran lingüista Antonio Alatorre; Margit Frenk Alatorre (quien fue su esposa, nacida en la desaparecida República de Weimar y que aún vive a sus 97 años), y Gonzalo Celorio, entonces un joven talento de 25 años.

    A todos ellos alcancé a conocerlos en encuentros y ferias literarias y les pude dar las gracias personalmente por su legado.

    Recuerdo especialmente los de español, materia que en la época de mis padres se llamaba lengua nacional, ya que estaba reciente el cardenismo y el furor revolucionario, así como el rencor a la España que nos conquistó.

    Sí, cada época tiene sus taras y sus traumas y los libros de texto de los niños reflejan siempre esa impronta.

    Mis libros de español tenían textos de gran calidad de García Márquez, Julio Cortázar, Ray Bradbury, Frank Kafka, Saint-Exupery y muchos más que hoy sería imposible incluir sin tener que pagar una fuerte cantidad de dinero a sus editoriales, agentes y contumaces herederos.

    Lo que vivimos ahora es el eterno retorno de Nietszche porque a veces, los programas escolares son hechos por personas con poca experiencia en el aula o en la vida.

    Me tocó a mí una etapa de transición en la enseñanza de las letras y, aunque era un adolescente, pude captar parte de la grilla nacionalista en ciertos cambios, empezando conque se dejara de decir “Lengua nacional” o “Cultura física”.

    Leer en primer año de Secundaria a Ángel del Campo “Micrós”, Altamirano y Artemio de Valle Arizpe te daba a entender que la literatura mexicana era discursiva, un asunto de kermesse o diálogo madrileño en corredor lleno de macetas.

    Le decían “aldea” a un pueblo a orillas del Atoyac donde sus habitantes usaban “alpargatas” en vez de huaraches.

    Cierto que dichos autores son algunos de nuestros clásicos y Micrós nuestro primer cuentista, pero, ponerle a chicos de 12 años que acababan de ver Indiana Jones y a Brooke Shields en La Laguna azul, un cuento llamado “El Chiquitito” -que narra la muerte de un pájaro enjaulado y, aparte, hacer el dibujo- sencillamente fue una propuesta muy ñoña.

    Mi hijo en segundo grado de primaria en cambio fue feliz con un cuento que se llamaba “Los mocos”. Esa tarea la hizo con gran entusiasmo.

    El problema fue que en mi generación solo vimos a estos autores tan castizos y ninguno en idioma extranjero: la culpa era del programa y del libro Español Básico.

    Ya en segundo grado cambió el asunto y nos dieron Español Activo, de Lucero Lozano, que era mucho mejor y del que varios amigos escritores de mi edad y más jóvenes reconocen haber disfrutado. Ahí ya venían Neruda, Nicolás Guillen y hasta algo de André Bretón.

    Aunque no tenía a Juan Rulfo, entonces en desgracia por unas declaraciones negativas al gobierno, y sí un largo y aburrido cuento del abuelo del Presidente en turno.

    Dicho abuelo era el digno narrador jalisciense José López Portillo y Rojas. El cuento se llamaba “La horma de su zapato” y era de un junior charro que armaba relajo en una cantina, entrando ebrio a caballo y, al rato, llegaba su anciano padre y le daba una friega con la hoja del machete en plena calle.

    A pesar de que mi sentido literario apenas empezaba, alcancé a percibir que era un cuento sobreescrito, con demasiada descripción, defecto que yo también tuve cuando empecé escribir.

    No es que fuese un genio en potencia: por simple sentido común lo contrastaba con otros textos incluidos en el libro. Además retumbaba el aire de moralina.

    Los libros de Instituto Nacional para la Educación de los Adultos, a los que también tuve acceso entonces, también tenía un fragmento de La parcela, de José López Portillo y Rojas, usado como ejemplo del uso de la coma.

    Hoy ya no lo incluirían con tanta generosidad, no tanto por su nieto Presidente con fama de incapaz y corrupto, sino porque dicho escritor fue funcionario en el gobierno del General Victoriano Huerta, detalle que entonces pasaron por alto o a lo mejor ignoraban los genios que diseñaron esos textos.

    A veces, los programas escolares son hechos por personas con poca experiencia en el aula o en la vida, pero muy buenos en la política del momento y con una gran disposición para cambiar la historia.

    Esperemos que los nuevos libros de texto sean revisados en su próxima reedición y cualquier corrección digna y justa no se pierda en la borrasca electoral que se nos avecina.

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