Los olvidados

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    No se trata de construir lugares exclusivos para los niños, sino de transformar la ciudad entera, cada espacio, cada calle, cada parque y cada lugar a la medida de ellos. No más letreros de ‘prohibido jugar a la pelota’ o ‘prohibido el paso a los niños’. Si una ciudad es segura para los niños es segura para toda la ciudadanía.

    El crecimiento y la mala gestión de las ciudades invariablemente ha generado ganadores y perdedores en el trajinar de la vida urbana cotidiana. La ciudad dispone de espacios para satisfacer necesidades y no siempre funciona para toda la población. En Culiacán, podemos presumir que tenemos un Parque Las Riberas maravilloso a lo largo de los ríos Humaya y Tamazula, pero a la vez debemos reconocer que un gran sector de la población no tiene acceso cómodo a este lugar. No nos debe extrañar incluso que mucha gente aún no conozca este lugar a 15 años de su concepción.

    La ciudad, por la naturaleza de su crecimiento y la insaciable especulación del suelo que promueven unos cuantos, provoca grandes desigualdades e injusticias. Podría escribir sobre diferentes sectores de la población que sufren las consecuencias. La gente de la tercera edad pronto tiene que resignarse a que la ciudad ya no les permite salir de casa sin correr peligro. Terminan buena parte de sus vidas encerrados y dependiendo de terceros. Las personas que no disponen de automóvil y tienen que resolver infinidad de itinerarios antes de llegar a su trabajo como llevar hijos a la escuela, pagar recibos, comprar alimentos, medicinas u otros requerimientos; pasan la mitad de la jornada trasladándose y padeciendo las vicisitudes del tráfico cotidiano de la ciudad.

    Muchos son los damnificados de la ciudad que hemos construido de forma colectiva, pero el grupo más afectado en las últimas décadas sin duda son los más pequeños de cada hogar. Los niños y las niñas son los olvidados de las ciudades y podría asegurar que el daño en este sector de la población no distingue clase social, desde el más pobre al más rico de los niños terminan sufriendo las consecuencias de una ciudad que les ha robado la calle por siempre.

    Como lo describe Eduardo Galeano “atrapado en las trampas del pánico, los niños de clase media están cada vez más condenados a la humillación del encierro perpetuo. En la ciudad del futuro, que ya está siendo ciudad del presente, los teleniños, vigilados por niñeras electrónicas, contemplarán la calle desde alguna ventana de sus telecasas (...) la calle donde ocurre el siempre peligroso, y a veces prodigioso, espectáculo de la vida”.

    Los niños ya no salen a jugar a la calle por las tardes. Los niños de hoy poco saben de jugar al bote pateado, al stop, al avión o la chichilegua. Hoy los adultos hemos decidido encerrarlos “por seguridad” y complacerles con lo que pidan para no necesitar asomarse a la calle. Los millennial crecieron así, con pocas oportunidades de trepar a un árbol o caerse de la bicicleta y llegar con las rodillas raspadas como fieles herida de batalla, pero felices de probar su anhelada libertad. Los niños tienen derecho a correr, brincar, jugar, explorar y, por supuesto, a equivocarse para así aprender de la vida. Estos derechos hoy se les niega “por su bien”.

    No puedo evitar sentir culpa por nuestra generación al ver los rostros de los niños todavía dormidos en el asiento trasero de los carros con la mirada perdida a través de la ventanilla como extrañando algo que ni siquiera conocen: Acudir caminando a la escuela. A los niños -incluso ya entrados en la adolescencia- los llevan a todas partes los adultos de la mano. Les coartamos literalmente su autonomía y con ello su desarrollo motriz, cognitivo y emocional.

    Francesco Tonucci, el pedagogo italiano que promueve devolver la ciudad a los niños y las niñas afirma que “los adultos sostienen que un niño de 6 o 7 años no puede controlar el peligro del tráfico, del mismo modo que consideran probable que un niño que circula solo en la calle de una ciudad puede encontrar a un adulto que lo moleste o ejerza violencia sobre él. Para evitar esos peligros, la solución que generalmente se prefiere es la de mantener al niño en casa, educarlo en la desconfianza frente a los extraños y llevarlo a todas partes, incluso en trayectos cortos, en coche”. Así comienza un largo camino de maltratos a menores que se transforman en adolescentes sin niñez, adolescentes reprimidos y siempre con ganas de escapar de casa a la menor provocación. Reclamando a los adultos algo que ni ellos mismos saben qué es.

    Dejemos de pensar que la ciudad debe hacerse -como hasta ahora se ha hecho- a la medida del ciudadano prototipo adulto varón, trabajador que regularmente se mueve en automóvil. Así fue como la ciudad perdió a más de la mitad de sus ciudadanos, poniendo solo atención en este prototipo y marginando al resto al ignorar categóricamente sus necesidades. Tonucci propone hacer la ciudad a la escala de los niños y las niñas. Tomarles a ellos como parámetro de medición. No se trata de construir lugares exclusivos para los niños, sino de transformar la ciudad entera, cada espacio, cada calle, cada parque y cada lugar a la medida de ellos. No más letreros de “prohibido jugar a la pelota” o “prohibido el paso a los niños”. Si una ciudad es segura para los niños es segura para toda la ciudadanía.

    Pensemos en las actuales generaciones de niños y de niñas. Recuperemos la ciudad para que los pequeños ciudadanos de hoy disfruten a plenitud esa etapa irrepetible de sus vidas y reflexionemos: una niñez feliz proyecta un mejor futuro para todos y para todas.

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