“El Estado confesional ya no existe. Todos tienen derecho a la libertad de conciencia”, dijo el Papa Francisco en 2013. Sus palabras deberían resonar en el México de la “discusión bajo la sombra de los dogmas” del aborto (ya despenalizado), eutanasia (penalizada), diversidad sexual y adopción homoparental (con retos enormes en los códigos y leyes locales).
En un Estado constitucional, democrático y liberal, como lo diseña la Constitución, esos grandes temas no pueden resolverse desde el dogma. El principio de laicidad exige que la discusión se funde en derechos, igualdad y dignidad humana, no en credos.
Sin laicidad, el Derecho se vuelve catecismo: las leyes castigarían lo “pecaminoso” y no lo injusto. Legislaríamos desde el púlpito, no desde el Congreso. En lugar de sentencias justas habría hostias consagradas. Los grandes temas de la vida deben resolverse con base en ciencia y derechos, no en moral religiosa. La laicidad exige que el debate se funde en la dignidad y la libertad.
El aborto no es asunto de pecado, sino de salud y autonomía. La interrupción del embarazo es un dilema profundo. En una democracia constitucional no puede resolverse con argumentos religiosos. Se trata de garantizar que las mujeres tengan acceso a servicios seguros de salud y puedan decidir sobre su cuerpo en condiciones de igualdad.
Si el aborto se prohibiera por dogma, las mujeres pobres serían condenadas a la clandestinidad y al riesgo, mientras las ricas viajarían a interrumpir su embarazo en otro país. La fe se volvería pasaporte de privilegios.
Como mostraron Levitt y Dubner en Freakonomics, tras su legalización en Estados Unidos bajó la criminalidad porque hubo menos niños no deseados expuestos a abandono y violencia. Aunque debatido, el dato revela que las políticas públicas tienen efectos sociales concretos.
La vida tiene valor, pero también lo tiene la dignidad. Obligar a una persona a prolongar el sufrimiento contra su voluntad es incompatible con el respeto a la autonomía. Reconocer la eutanasia es permitir a cada individuo decidir cómo quiere transitar su último tramo.
Sin laicidad, la eutanasia se prohíbe aunque la ciencia médica pudiera evitar sufrimientos extremos. Tenemos hospitales convertidos en templos donde se prolonga el dolor “por mandato divino”: eso es negar la dignidad humana y la libertad.
El reconocimiento de los derechos de la comunidad LGBTIQ+ no es un “favor” del Estado, sino una consecuencia lógica del Artículo 1º constitucional que prohíbe toda forma de discriminación. La libertad para vivir la orientación sexual y la identidad de género es un derecho fundamental que debe respetarse en todos los ámbitos.
La visibilidad pública -caminar de la mano, besarse o desplegar símbolos de identidad- es la reivindicación de derechos tras siglos de silencio forzado. ¿El amor se vuelve ilegítimo por cambiar de género? Si el Estado negara esa visibilidad, volveríamos a criminalizar la homosexualidad como en épocas oscuras, y se justificaría perseguir a ciudadanos por amar distinto. México se parecería más a un tribunal inquisitorial que a una democracia plural.
Lo que importa en la adopción no es la orientación sexual, sino el interés superior del menor. Negar la adopción homoparental condena a miles de niños a la orfandad institucional: la doctrina por encima del bienestar. Sinaloa está en deuda legislativa para garantizar este derecho.
“La familia” no es un concepto rígido sujeto a la moral religiosa, sino una institución que debe garantizar el desarrollo integral de los niños. Lo que importa además es la idoneidad de los adoptantes, no su orientación sexual.
La pregunta que México debe hacerse no es si reconocer los derechos, sino cómo hacerlos efectivos. ¿Cómo asegurar que una mujer tenga acceso a un aborto seguro, que un paciente terminal cuente con cuidados paliativos y opción de eutanasia, y que una pareja del mismo sexo pueda formar una familia sin discriminación?
Sin ese debate, el País corre el riesgo de vivir bajo una moral única, donde el Estado decide qué proyectos de vida son válidos y cuáles no. En vez de ciudadanos libres, seríamos súbditos de un credo.
El verdadero debate no es si reconocer estos derechos, sino cómo hacerlos efectivos. Para lograrlo, la educación debe equilibrar la balanza con valores científicos y democráticos que formen una niñez con mentes críticas, libres de servidumbres mentales. Solo así México honrará su Constitución y será una República de ciudadanos libres, no de dogmas impuestos.
Sin laicidad, México dejaría de ser República democrática para ser un Estado confesional, donde las leyes no protegen a todos, sino sólo a quienes profesan la fe oficial. Seríamos un país de castas religiosas y no de ciudadanos iguales.
Ante Notario
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Notario Público y analista en temas jurídicos y económicos.