pabloayala2070@gmail.com
El pasado 26 de septiembre se cumplieron cinco años de la desaparición forzada de los 43 estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa. Las escenas del horror, maldad y dolor innombrable volvieron a circular por todos lados. Fueron 43 pero pudieron haber sido más.
Fueron los estudiantes de la normal rural, pero pudieron haber sido los nuestros. El dolor ajeno nos confronta con nuestra vulnerabilidad, fragilidad y contingencia de nuestras vidas concretas, nos recordó aquello que dijo Rilke: “Somos seres en despedida”.
Recuperar la conciencia del contexto de inseguridad en el que transcurren nuestras vidas, me recordó la ética de la compasión, por demás provocadora, propuesta por Joan-Carles Mèlich, la cual nos viene muy bien dados los tiempos que corren, estos donde pareciera que se nos ha endurecido el corazón debido a la capacidad que hemos desarrollado para normalizar la serie de injusticias con las que nos topamos a diario. Me explico.
En una sociedad tan conservadora como la mexicana, buena parte de los ideales morales que han venido pautando nuestras vidas están vertebrados por propuestas éticas que ensalzan deberes o imperativos de carácter categórico que se encuentran muy alejados de las circunstancias que nos rodean. Así, quien defiende una ética de valores inamovibles actúa siguiendo los dictados de los principios éticos, independientemente de la situación en la que se encuentre. Se procede de esa manera porque así lo dicta el principio. La verdad es la verdad, y en ella no hay medias tintas dicen los kantianos de hueso colorado. Si de la verdad se trata, continúan, no hay grises, o se habla con la verdad o se miente.
A mi entender, el supuesto de este paradigma (y en el que más de una religión se ve identificada) parte de una idea próxima al modo en que las personas funcionarían en el paraíso, es decir, en un espacio sin carencias, ambigüedades, ambivalencias, tensiones, pulsiones, miedos y rencores. Una ética con talante kantiano rehúye al reto del relativismo cultural (espacio del que emergen las morales concretas de los pueblos) y la ambigüedad de nuestra condición humana. En este sentido, el actuar ético se da si, y solo si, se obedece de manera incondicional a los deberes morales. Quien actúa de esta manera, dirá Kant, actúa tal como lo haría una persona racional, que es capaz de sobre ponerse o estar por encima de las circunstancias que le rodean. Va un ejemplo que este mismo filósofo planteaba para clarificar un poco más la cuestión.
Imagine que usted urgentemente necesita liquidar un adeudo de 20 mil pesos. Como las instituciones bancarias no le concederán ningún crédito y usted ya no quiere más persecuciones, más aún, no quiere regresar ese dinero, recurre a un amigo de la infancia al que le sobran recursos y que gustoso podría hacerle “el préstamo”. Lo contacta y por la tarde éste le extiende un cheque por la cantidad requerida. Usted se compromete a devolver el dinero en no más de 10 días, pero teniendo la certeza de que no lo hará. ¿Si usted revelara a su amigo cuáles son sus verdaderas intenciones, éste le soltaría el dinero? Más aún, imagine que le prestaron el dinero y al cabo de dos meses se vuelve a encontrar al amigo en la calle y en dicho encuentro en lugar de liquidar el adeudo le vuelve a solicitar otro préstamo, ¿este se lo haría? La respuesta obvia en ambos casos es no, misma que Kant entendería como el resultado de una acción que desde su origen no representaba un acto racional. Así, la mentira, dirá nuestro filósofo, es absurda, estúpida, porque solo podría funcionar una vez, más de una no, a menos que el amigo prestamista, conscientemente, se deje engañar para ayudar veladamente a su amigo.
Visto así entiendo que Kant pensaría que un ladrón que roba un pan para comer actúa irracionalmente, lo mismo que alguien que fue secuestrado y miente para despistar a su captor. En Kant el deber se-cumple-incondicionalmente.
Este tipo de ética, impecable en su formulación, hace agua por todos lados al ser imposible de llevar a la práctica por su rigorismo, de ahí que sea tan común que veamos a tantas y tantas personas hablar y defender algunos principios, y actuar de una manera distinta a lo que estos defienden y encarnan.
Y es justamente en el encuentro con nuestra realidad humanísimamente contradictoria, desde donde Joan-Carles Mèlich construye su ética de la compasión, la cual surge “en los límites de la moral, en sus grietas sombrías”, ahí donde los seres humanos nos reconocemos como “seres en falta”, incompletos, fracturados, deseosos, contradictorios, comunes y corrientes no angelicales como los dibujó Kant en su universo moral.
El reconocimiento de nuestra cruda humanidad, de nuestra fragilidad, es el punto de partida de la ética de la compasión, porque como dice Mèlich, “nadie nace solo, nadie puede vivir solo. El universo humano es un universo compartido [...] Somos vulnerables, estamos expuestos a lo imprevisible, a lo indominable, a lo radicalmente extraño. [...] Continuamente e ineludiblemente nos encontramos amenazados por procesos de caotización: el azar, la soledad, la insatisfacción, la nostalgia, el sufrimiento, la muerte. [...] Por eso cada uno, sea quien sea, venga de donde venga, no tiene más remedio que configurar provisionalmente ‘espacios de protección’, frágiles ‘ámbitos de inmunidad’, frente a la irrupción amenazante de lo contingente, de lo imprevisible”; es nuestra dura respuesta al hecho de vivir en una vida ambigua: habitamos un mundo donde la alegría comparte un mismo espacio con la tristeza, el confort con la carencia, la salud con la enfermedad, la riqueza con la pobreza.
Todo esto es lo que nos define como humanos. Más aún, siguiendo a Mèlich, “no hay humanidad porque haya bondad, moral o justicia, sino al contrario, porque siempre que hay bondad, moral o justicia aparecen bajo una presencia inquietante el mal, la inmoralidad y la injusticia”. Somos a la par de lo circunstancial; vivimos en fractura porque somos cuerpos a los que mueven las emociones, no necesariamente la razón en la que ciegamente confiaba Kant.
Insisto: cuando la ética trata de levantar sus principios sobre el fangoso y movedizo terreno en el que transcurren nuestras frágiles vidas, difícilmente podrá mantenernos asidos a ella. A lo sumo, servirá como referencia, pero poco más.
La prueba de su radical ineficacia la tenemos en los muchos discursos pronunciados donde se prometía trabajar incondicionalmente para hacer justicia a las víctimas del caso Ayotzinapa. A cinco años de lo inefable, solo queda una verborrea de principios que de ética, pasó a ser inhumana.
