En su célebre ensayo “Shooting an Elephant” (Matar a un elefante), George Orwell describe, en primera persona, su experiencia siendo un joven oficial británico de la policía en Birmania. Siendo el responsable de garantizar el orden, en cierta ocasión se vio enfrentado a una escena absurda: un elefante que ha causado disturbios pero que, en el momento crucial, ya está tranquilo, inofensivo. Aun así, el joven se ve forzado a matarlo. No lo hace por necesidad, sino porque la población local -la aldea que lo observa- espera que lo haga. Matar al elefante se vuelve un acto de espectáculo, una afirmación de poder colonial empujada por la mirada de los otros.
Esa aldea, que Orwell retrata con precisión, bien podría ser hoy el electorado estadounidense. No todo el electorado, claro, pero sí esa parte que, inquieta por la pérdida de privilegios, por la ansiedad identitaria, por el miedo a lo otro, exige “mano dura” contra la inmigración. No importa si el elefante -el inmigrante- ya está integrado, trabaja en los campos, cuida niños, paga impuestos y mantiene economías locales vivas. La multitud quiere verlo caer. Quiere ver al político disparar.
Y los políticos lo saben. Como el joven imperialista que sostiene el rifle con nerviosismo, muchos funcionarios y candidatos actúan no por convicción, sino por miedo al ridículo, por temor a parecer “blandos”, “permisivos” o “no patriotas”. Saben que el indefenso elefante es más valioso vivo, pero, aun así, continúan las redadas, los centros de detención, las deportaciones masivas; estas acciones se convierten en municiones simbólicas lanzadas para complacer a una masa sedienta de control.
La tragedia, como en el texto de Orwell, es que todos están atrapados. El migrante, evidentemente, por ser el cuerpo vulnerable del drama. Pero también el poder: obligado a actuar contra su propio juicio, a menudo en contra de su propio interés económico, simplemente para sostener la ilusión de autoridad.
Porque el elefante, ese que en Estados Unidos llaman “ilegal”, “invasor”, “carga pública”, es en realidad pieza central del engranaje. El sistema depende de él, de su trabajo no declarado, de su silencio, de su miedo. Pero ante la presión de electores racistas, eso no importa. Hay que disparar. La multitud lo exige.
La escena se repite cíclicamente: cada ciclo electoral, algún político dispara, y la aldea aplaude o exige más. No es coincidencia que los picos de retórica antimigrante coincidan con campañas políticas. Las caravanas se convierten en amenazas; los niños en jaulas se vuelven “necesarios”; los muros, aunque simbólicos, deben seguir construyéndose. Porque el elefante, aunque ya no embista, sigue siendo útil como blanco.
Orwell termina su relato diciendo que mató al elefante “simplemente para no parecer un tonto y mantener su autoridad”. Hoy, esa frase resuena con fuerza en los pasillos del Congreso, en los debates televisados, en los discursos de frontera. No se trata de justicia, ni de seguridad, ni de economía. Se trata de no parecer débil ante los votantes.
Pero aquí hay una esperanza. Si el poder actúa por miedo a la mirada pública, esa mirada también puede cambiar. La aldea puede dejar de exigir sangre. El electorado puede preguntarse por qué sigue pidiendo disparos contra quienes hacen posible su forma de vida.
Porque matar un elefante no es sólo un acto cruel, sino es una confesión de debilidad. Y en el fondo, lo saben tanto el que dispara como quienes aplauden.
Pero los elefantes no siempre caen. Algunos resisten. Caminan miles de kilómetros, cruzan desiertos, sortean muros, sobreviven al racismo y a la explotación. No van a invadir, sino a sobrevivir. Van a sembrar, cuidar, construir, cocinar, limpiar y criar hijos que, en muchos casos, serán más estadounidenses que quienes los desprecian.
Es cuanto...