Mazatlán, en busca del tiempo perdido

    Desde este punto de vista, además de la memoria utilitaria que nos sirve para recordar cuestiones prácticas de la vida cotidiana, las personas también poseemos una memoria pura donde habita el alma y se registra el pasado en forma de imágenes contemplativas. En ese lugar los mazatlecos guardamos recuerdos de nuestra ciudad que no son simples grabados cartesianos. Nuestra memoria del puerto es una alegoría de la vida misma

    En algún punto de nuestras vidas, todos nos hemos cruzado con un elemento circunstancial que nos desbloquea recuerdos, tan vivos, que son capaces de transportarnos a otro tiempo.

    A mi me sucede con el arrullo de las vainas secas de los capiros cada inicio de primavera, cuando el viento de la semana mayor mece las ramas de estos árboles, haciendo sonar sus cascabeles de una forma hipnotizante.

    La última vez que atraparon mi atención, un pájaro carroñero flotaba en círculos unos treinta metros por encima del follaje. Al bajar la mirada, una procesión de suplicantes aparece marchando lento frente a mis ojos.

    Mi rostro reencarnado en la inocencia de un niño de seis años no fue capaz de apartar la vista puesta hacia la calle, donde un hombre ensangrentado sufre por los azotes de unos centinelas que lo hacen caer al piso con la fuerza de sus latigazos.

    Tras levantarse, el hombre consuela a unas plañideras que entre sollozos rezan en coro una plegaria fúnebre que pretende expiar las culpas de los que marchan detrás de la cruz:

    “Yo fui quien del duro madero inclemente te puse pendiente con vil impiedad. Por mí, en el Calvario, tu Sangre vertiste, y prensa me diste de amor y humildad, ¡Perdón, oh dios mío! ¡Perdón e indulgencia! ¡Perdón y clemencia! ¡Perdón y piedad!”.

    Cuando parpadeo de nuevo y salgo del trance, el pájaro negro que circulaba arriba los capiros se ha ido, y ya solo queda el murmullo del viento sobre los árboles en una calle vacía.

    ¿A dónde va el tiempo perdido? Henri Bergson, de quien se inspiró Marcel Proust para escribir la famosa escena de las magdalenas, nos dice que el ser humano no recuerda el pasado desde el presente sino que, al contrario, vamos del pasado al presente, del recuerdo a la percepción.

    Desde este punto de vista, además de la memoria utilitaria que nos sirve para recordar cuestiones prácticas de la vida cotidiana, las personas también poseemos una memoria pura donde habita el alma y se registra el pasado en forma de imágenes contemplativas.

    En ese lugar los mazatlecos guardamos recuerdos de nuestra ciudad que no son simples grabados cartesianos. Nuestra memoria del puerto es una alegoría de la vida misma.

    Hasta hace poco, esas reminiscencias del pasado más próximo de Mazatlán parecían no encontrar otra expresión más que en las historias personales que se transmiten de forma oral.

    Teníamos un vacío fotográfico; no había un registro visual que acompañará la experiencia de vida de nuestra gente de mitad del Siglo 20. Los archivos históricos siempre nos remontaban a un pasado sepia lejano y del que ya no existen testigos para atar el ayer con el hoy en un solo momento.

    En estos días, sin embargo, la Galería Rubio del Teatro Ángela Peralta hospeda una muestra de postales inéditas, o muy poco conocidas, expuestas por el coleccionista y cronista informal de Mazatlán, José Luis Echeagaray.

    Algunas de éstas son fotografías que dan cuenta de la gran transformación que vivió Mazatlán entre los años 50 y 70, cuando la ciudad atravesaba un proceso de modernización muy similar al que actualmente experimentamos, por el impacto nostálgico que generan palpar que el tiempo se escurre como la arena.

    Es una exhibición fértil y retributiva por la cantidad de relatos que brotan de cada imagen. Son retratos que ayudarán, de ahora en adelante, a conformar una nueva historia viva y participativa de nuestra ciudad.

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