Hace más de un año, por estas fechas, el Mecanismo de Esclarecimiento Histórico de la Comisión de la Verdad sobre la Guerra Sucia presentó su informe a víctimas, Gobierno y al pueblo de México. Lamentablemente, a la fecha no ha habido ninguna acción pública al respecto. No hemos visto un reconocimiento de los hechos ni la judicialización de los crímenes cometidos ni la puesta a disposición de los represores ante las autoridades. Tampoco ha habido reparación a las víctimas ni memorialización de lo acontecido, y mucho menos se han ofrecido garantías de que eventos similares no volverán a ocurrir.
En este contexto, es crucial recordar las experiencias históricas para desideologizarlas, historizarlas y aprender de ellas. Es en este espíritu que debemos volver a los acontecimientos del 2 de octubre de 1968. Se trata de mirar hacia atrás para impulsar la historia hacia adelante, buscando una mayor liberación, una democracia más profunda y una justicia social más abarcante.
El movimiento estudiantil de 1968, si bien se originó en actos de represión, escaló para demandar algo mucho más amplio y profundo: una verdadera democracia formal representativa, sin exclusión de ninguna fuerza social, lo que se expresaba en la exigencia de apertura democrática. Querían también un estado popular de derecho, respetuoso de la Constitución y de los derechos fundamentales, incluyendo los de las minorías. Se ha dicho que era un ideario modesto, pero el gobierno de entonces entendió perfectamente que no lo era. Los estudiantes no estaban de acuerdo con la situación estructural del País y perseguían una sociedad con justicia, democracia, libertad y solidaridad, donde existieran las condiciones materiales para lograrlas. Su lema: “Seamos realistas, pidamos lo imposible” encarnaba esa visión.
La reacción violenta del régimen priista autoritario y hegemónico es comprensible a la luz de lo que el movimiento ponía en cuestión. Los estudiantes historizaron conceptos como la propiedad, señalando cómo, en lugar de generar libertad, a menudo producía la esclavitud de las mayorías y la exclusión. El movimiento del 68 fue un acto desideologizador.
Más tarde, en los movimientos armados surgidos de la represión del 68, se historizó también la democracia. La democracia priista de 1968 tenía un sesgo empresarial, capitalista y conservador, con una lógica exclusivamente hegemónica. Por ello, era y es fundamental cambiar las reglas y la lógica del espacio político para garantizar una hegemonía popular verdaderamente incluyente.
El movimiento del 68 buscaba incidir primordialmente en la conciencia colectiva. Fue, antes que nada, un movimiento cultural. La primera batalla a ganar era la de las ideas. Pretendían que, a través de la conciencia colectiva, se tomara conciencia de la inmoral e irracional situación del mundo y del País, de la esperanza de cambios democráticos y de su viabilidad. Querían alcanzar aquellos centros de decisión que aún hoy deciden el rumbo de nuestra sociedad.
En suma, el movimiento del 68 fue la irrupción de la política en lo público. Para el filósofo Alain Badiou, lo político es la gestión de lo público para reproducir el sistema, buscando únicamente el orden y el interés. Esa es la “policía”, la política liberal cooptada por el capital, que los estudiantes del 68 confrontaron. Pero también existe la “política de la emancipación”, la política militante de lo imposible. Demandar lo imposible, como en el Mayo francés, fue un acto absolutamente realista, una ética de las verdades, rupturista y militante.
El movimiento estudiantil de 1968 fue un “acontecimiento”, una “ruptura en la disposición normal de los cuerpos y de los lenguajes”, la creación de nuevas posibilidades, que forzó lo imposible en dirección de lo posible. Fue una sorpresa, una irrupción de la posibilidad de lo imposible, al igual que, muchos años después, el movimiento Yo Soy 132.
La respuesta represiva del régimen diazordacista consolidó un “mal infinito” en términos de Badiou, asegurando el cautiverio, la castración y, en algunos casos, la cooptación institucional. Es nuestra responsabilidad como sociedad, especialmente a la luz de los hallazgos del Mecanismo, asegurarnos de que la memoria de estos acontecimientos inspire una acción pública decidida hacia la justicia y la verdad, garantizando que el “mal infinito” no se repita.