Nuevamente Michoacán. Hace 27 años, el episodio moderno de la guerra contra las drogas, cuyas nefastas y profundas consecuencias aún vivimos, inició en Michoacán durante la administración del Presidente Felipe Calderón. Hoy, uno de los retos más importantes en materia de seguridad que experimenta la actual administración de la Presidenta Claudia Sheinbaum se encuentra en aquella misma entidad, que llega al foco nacional debido al terrible asesinato del Presidente Municipal de Uruapan, Carlos Manzo.
Y ahora, anuncian una nueva intervención en la entidad bajo el nombre de Plan Michoacán, la cual se suma a las varias intervenciones que han tenido lugar en Michoacán en los últimos 20 años: Operativo Conjunto Michoacán del cual devino “el Michoacanazo” con Calderón, el Plan Michoacán realizado por Enrique Peña Nieto de la mano de su comisionado Alfredo Castillo, las intervenciones realizadas por López Obrador, y la más reciente con el Plan 100 Días Tierra Caliente, de la actual administración de la Presidenta Sheinbaum.
En fin, acciones de las que resultaron varias detenciones, pero que no lograron su objetivo principal de pacificar la entidad.
Por ahora quiero centrarme en una intervención en particular que tuvo lugar hace casi cinco años y que, a mi juicio, representa un microcosmos del fenómeno delincuencial que aqueja todo el estado: la intervención en Aguililla.
Aguililla es un municipio ubicado al suroeste de Michoacán, en la zona serrana que forma parte de la Sierra Madre del Sur. A su vez, se integra dentro de la región de Tierra Caliente, considerada la más violenta del estado debido a su papel en la producción y el trasiego de drogas, como la mariguana y, más recientemente, las metanfetaminas. En su territorio han operado diversos grupos de la delincuencia organizada, entre ellos La Familia Michoacana, Cárteles Unidos, Los Viagras y el Cártel Jalisco Nueva Generación, en constante disputa por el control territorial. Un dato particularmente relevante es que Aguililla es el lugar de origen de Nemesio Oseguera Cervantes, conocido como “El Mencho”, líder del Cártel Jalisco Nueva Generación, lo que otorga al municipio un valor no sólo estratégico, sino también simbólico para dicha organización criminal.
A inicios del 2021, durante el gobierno de López Obrador, el conflicto entre grupos alcanzó un nivel insostenible para la sociedad: la población de Aguililla vivía sitiada al quedar en el fuego cruzado entre los grupos en conflicto, por lo que la gente estaba “secuestrada” en su propio pueblo. Y decir que Aguililla estaba sitiada no era una exageración: las rutas de acceso al municipio estaban controladas por la delincuencia mediante retenes, quienes controlaban el acceso de mercancías como alimentos y medicinas. Transportarse para ir a otro municipio ya sea por cuestiones de trabajo o salud representaba un verdadero peligro a la vida.
La situación en Aguililla había alcanzado un verdadero nivel de crisis humanitaria.
Por meses la población pidió auxilio al Gobierno federal, y, al ser cuestionados por distintos medios, el Presidente López Obrador sólo atinaba a llamar a los pobladores a “practicar el amor al prójimo” y que no era como los de antes, que no iba a combatir la violencia con la violencia. Y el problema no era ausencia del Estado, ya que claramente estaba presente con las bases militares llenas de soldados y los guardias nacionales patrullando, sino la inacción de las autoridades que habían llevado a los pobladores al borde de la desesperación.
Como parte de las acciones del Gobierno en ese momento para atender la crisis humanitaria se fortalecieron los programas sociales: ayudas para adultos mayores, becas para estudiantes, otros para combatir el desempleo como “Jóvenes Construyendo el Futuro”; se desplegó todo el aparato de entregas monetarias que ayudó a Morena a posicionarse como el partido dominante.
Pero la crisis de seguridad se profundizaba al grado de que la gente comenzó a abandonar sus hogares.
En entrevista con la BBC, el sacerdote Gregorio López, oriundo de la región, estimó que el 50 por ciento de la gente abandonó Aguililla, mostrando el nivel que había alcanzado la crisis.
Por su parte, el Ejército y la Guardia Nacional quedaron replegados en cuarteles, patrullaje ocasional, y únicamente apoyaban con acciones de acompañamiento y custodia a pobladores que deseaban abandonar el municipio o cuando abastecían de algunos productos de consumo.
Es hasta un año después de iniciada la crisis, en febrero de 2022, que el Ejército y la Guardia Nacional entran a Aguililla y a todas las localidades de Tierra Caliente con el fin de recuperarlas de manos de los grupos delictivos, restablecer la transitabilidad y fortalecer el Estado de Derecho. Ahora, años después de esta intervención, la región de Tierra Caliente sigue siendo igual de peligrosa e intransitable y con una nueva intervención federal, el ciclo vuelve a comenzar.
Como mencioné, veo en Aguililla un ejemplo en miniatura de lo que es la totalidad del estado: territorios controlados por la delincuencia, grupos en tensión permanente por el control territorial y la explotación de sus recursos, autoridades cooptadas e incapaces de actuar frente al reto de la inseguridad, la población que queda en el fuego cruzado en esta crisis.
Esta intervención deja enseñanzas importantes. La primera es una situación que ya han señalado varios analistas de seguridad, donde la entrega de programas sociales no es una política de seguridad. Me temo mucho que usen este tipo de medidas únicamente para poder desmarcarse discursivamente de la “guerra contra las drogas”, aunque la realidad es que, por la profundización de la militarización, el prohibicionismo en las drogas y el populismo punitivo seguimos en la ruta de la guerra.
En Aguililla se constata que una crisis de seguridad de tal calado no se puede enfrentar a base de becas y entregas de ayudas monetarias, aunque el problema tenga sus raíces en la profunda desigualdad social que impera en la región.
Para este caso se puede observar que tuvo que desatarse una crisis humanitaria para que López Obrador comprendiera que la pasividad, disfrazada de diálogo y atención social, no era suficiente. Aquí podemos obtener otra enseñanza y que al mismo tiempo representa el mayor desafío: inevitablemente debe existir un despliegue de fuerza pública para enfrentar la amenaza del crimen organizado.
La cuestión es cómo hacerlo sin repetir los errores del pasado, sin continuar por la ruta de la llamada “guerra contra las drogas”, que tantos daños ha causado.
Porque, aunque discursivamente se desmarquen, cómo pretenden que el Plan Michoacán no profundice la “guerra contra las drogas” si las medidas de fondo son básicamente las mismas, ejecutada por los mismos actores y me refiero al Ejército.
El papel del Ejército en este plan también genera, cuando menos, dudas. Su involucramiento y fuertes antecedentes en casos de corrupción y violaciones a los derechos humanos los hace un actor incompatible con el objetivo último de pacificar una región del país. Sin embargo, la profundización de la militarización que se ha vivido durante los últimos años deja poco margen de maniobra ni opciones reales.
En varios aspectos, el Plan Michoacán me recuerda a la intervención de AMLO en Aguililla: mesas de diálogo, programas sociales, despliegue militar, misma ruta de acción, pero a mayor escala por tratarse de toda la entidad. Todos los elementos estuvieron presentes en las intervenciones estatales anteriores a esta última, por lo que realmente no puedo identificar acciones innovadoras en el nuevo plan.
Por supuesto que no hay una ruta ideal o respuesta correcta a qué es lo que necesita Michoacán para pacificarse, ya que la política que se implemente deberá encontrar el equilibrio entre una intervención con la fuerza del Estado que no replique las mismas tiranías de la guerra contra las drogas, a la par que acabar con las desigualdades generadas por el sistema económico extractivo que ha dejado en el olvido a varias regiones del País.
Por ahora, lo único claro es que las autoridades no pueden quedarse pasivas frente a una nueva posibilidad de crisis humanitaria en Michoacán.
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El autor es analista de seguridad pública, delincuencia organizada y control territorial.