Narrar la edad y el envejecimiento

08/11/2025 04:00
    Si seguimos hablando del envejecimiento como carga, seguiremos diseñando un país que lo vea así. Si lo nombramos como etapa de potencia, de experiencia y de conexión, abriremos espacio a políticas, productos y culturas que valoren lo que hoy desprecian. Narrar la edad no es un gesto simbólico: es una estrategia de transformación social

    No envejecemos solo en el cuerpo, también en las palabras. Las formas en que nombramos la edad moldean la manera en que la entendemos, la vivimos y la valoramos. El lenguaje tiene poder: construye realidades, legitima exclusiones y define quién importa y quién no. En México, como en buena parte del mundo, el envejecimiento se narra desde el déficit: lo que se pierde, lo que se agota, lo que deja de servir. Esa narrativa, repetida hasta el cansancio, termina diseñando políticas, mercados y actitudes que tratan la edad como un problema, no como parte del ciclo vital.

    El gerontólogo Robert N. Butler, quien acuñó el término edadismo (ageism) en 1969, advertía ya hace más de cinco décadas que estábamos frente a “una forma de intolerancia que solemos pasar por alto: la discriminación por edad, el prejuicio de un grupo hacia otro basado únicamente en los años vividos”. Su definición sigue vigente. El edadismo no solo se manifiesta en la contratación laboral o en la atención médica, también se filtra en la forma en que hablamos, escribimos y representamos la vejez.

    Expresiones como “nuestros abuelitos”, “adultos mayores” o “la tercera edad” parecen amables, pero en realidad infantilizan y homogeneizan a una población tan diversa como cualquier otra. Invisibilizan las diferencias de clase, género, etnia o territorio y refuerzan la idea de que todas las personas mayores son dependientes o frágiles. En los medios, las imágenes de la vejez casi siempre se asocian con enfermedad, caridad o nostalgia. En la publicidad aparecen como “superabuelos” improbables o figuras entrañables que viven fuera del presente. Ese repertorio simbólico reduce la complejidad del envejecimiento a dos extremos: la fragilidad o la excepcionalidad. En medio, la realidad queda silenciada.

    El edadismo se alimenta del lenguaje. No se limita al ámbito laboral o sanitario, también está en las frases cotidianas: “Ya está grande”, “ya no entiende”, “ya no le toca”. El lenguaje no sólo describe la edad: la prescribe. Le asigna un papel, un ritmo y una expectativa. Hablar de la vejez como “declive” o “carga” refuerza la idea de que hay un punto en la vida a partir del cual se deja de tener valor. El lenguaje no sólo habla de ellas y ellos, también representa a quien lo usa y quien se expresa y es una manifestación de su prejuicios y creencias.

    Las mujeres mayores viven esta narrativa con especial crudeza. La escritora Susan Sontag lo advirtió en su ensayo The Double Standard of Aging: “Para una mujer, envejecer no solo es su destino, también su vulnerabilidad”. Mientras a los hombres se les celebra la madurez como sinónimo de autoridad o experiencia, a las mujeres la edad, desde esta narrativa, las vuelve invisibles e inservibles. En el discurso social, la vejez masculina inspira respeto; la femenina, compasión o desdén. La menopausia se comunica como pérdida, no como transformación. El lenguaje que rodea a las mujeres mayores oscila entre la ternura, el desprecio y la invisibilización.

    Narrar la edad de otra manera implica repensar quién cuenta las historias. Durante décadas, los relatos sobre el envejecimiento han sido escritos por quienes aún no envejecen. Las voces de las personas mayores han estado ausentes de los espacios de decisión, de los guiones, de los medios, incluso de las conversaciones familiares. Recuperar esas voces no es solo un acto de justicia simbólica: es una forma de redistribuir poder y de reconocimiento. Envejecemos todas las personas, pero sólo algunas pueden hacerlo con dignidad y ser vistas, reconocidas y valoradas desde la integridad de su experiencia.

    Existen señales alentadoras. Películas, campañas y proyectos artísticos comienzan a mostrar el envejecimiento con otros matices: deseo, humor, aprendizaje. Las redes sociales se han llenado de creadoras y creadores mayores que narran la edad con ironía y orgullo. No hablan desde la nostalgia, sino desde la afirmación: el derecho a seguir siendo y desde su capacidad de agencia.

    Cambiar las palabras no es superficial. El lenguaje define la forma en que imaginamos el futuro. Si seguimos hablando del envejecimiento como carga, seguiremos diseñando un país que lo vea así. Si lo nombramos como etapa de potencia, de experiencia y de conexión, abriremos espacio a políticas, productos y culturas que valoren lo que hoy desprecian. Narrar la edad no es un gesto simbólico: es una estrategia de transformación social.

    Necesitamos un vocabulario nuevo para un mundo que envejece. Uno que hable de derechos, no de caridad; de ciudadanía, no de dependencia; de diversidad, no de uniformidad. Las palabras también envejecen y algunas, como “viejo” usado como insulto, deberían jubilarse con urgencia.

    Narrar la edad es narrar quiénes somos y qué tipo de futuro queremos. Mientras sigamos viendo la vejez como un cierre y no como parte de un ciclo que tiene posibilidades no consideradas, seguiremos repitiendo los mismos prejuicios, tomando las mismas decisiones y fortaleciendo la exclusión y la desigualdad.

    El verdadero desafío de un país y un mundo que envejecen no es solo diseñar políticas o productos, sino aprender a contar una historia distinta sobre el paso del tiempo: una donde la edad no sea una frontera, sino una forma de vida.