No hay nada más machista que la guerra

    Las guerras, se ha dicho, se ha probado, se ha documentado hasta la saciedad, son la estrategia de las élites para conseguir objetivos donde lo que menos importa son los combatientes y aún menos, los “daños colaterales”. Las guerras modernas, las de nuestra época desde hace más de un siglo, se han justificado a nombre de la patria en peligro, la soberanía mancillada, la defensa del terruño. Es obvio que ante una intervención directa no queda más que regresar el golpe o salir huyendo. Y justamente es en este punto donde la lógica de la guerra muestra su cara más machista como la estructura misma sobre la que se monta toda conflagración militar.

    Frente a la escalada bélica que ocurre con la intervención militar del gobierno de Putin sobre territorio de Ucrania lo evidente es decir que esto es una tragedia porque las guerras siempre lo son. Pero las guerras no solo son la violencia desbordada que está ahí, como parte de la condición humana, de nuestro ADN ancestral, de ese último recurso que se activa si de sobrevivir se trata. Las guerras, se ha dicho, se ha probado, se ha documentado hasta la saciedad, son la estrategia de las élites para conseguir objetivos donde lo que menos importa son los combatientes y aún menos, los “daños colaterales”. Las guerras modernas, las de nuestra época desde hace más de un siglo, se han justificado a nombre de la patria en peligro, la soberanía mancillada, la defensa del terruño. Es obvio que ante una intervención directa no queda más que regresar el golpe o salir huyendo. Y justamente es en este punto donde la lógica de la guerra muestra su cara más machista como la estructura misma sobre la que se monta toda conflagración militar.

    En el caso del conflicto entre Rusia y Ucrania, el gobierno ucraniano ha decretado que los hombres entre 18 y 60 años no pueden salir de ese país, deben permanecer, separarse de sus familias y sumarse a las milicias. Esta orden permite entender por qué de los casi 2 millones de desplazados por la guerra la inmensa mayoría son mujeres y niños. El detalle está en que el decreto para sumarse a las fuerzas de resistencia ucranianas no apela a una decisión personal, de valentía, de convicción perfectamente aceptable dependiendo la naturaleza humana de cada uno, sino a una especie de leva que obliga a unos a pelear en nombre de la idea de patria. Sin embargo, lo que está detrás de este llamado que obliga a los hombres a quedarse no es solo a enfrentar al enemigo, sino que prevalece en el imaginario colectivo y que todos asumimos como natural, es que las mujeres son frágiles, incapaces y su misión es cuidar a los menores y ancianos, cuando los hombres igualmente pueden cuidar a sus hijos y padres enfermos y las mujeres, combatir.

    A esto se suma otro elemento que es la evidente violación de los derechos humanos que tampoco detectamos porque la narrativa en un escenario de guerra es la de exaltar “la hombría, orgullo, dignidad” de estos luchadores en el frente de batalla, cuando por encima de la guerra misma lo central debería ser el derecho de cada persona a decidir participar o no en acciones militares y aún más, el derecho a tener miedo y, por tanto, la decisión personalísima de preferir sumarse al éxodo que busca ponerse a salvo de las balas.

    Si alguien argumenta que esa es una actitud cobarde es comprensible. Llevamos siglos educados en un discurso que nos ha machacado la idea de que la patria no solo es un valor sublime para alimentar el espíritu como miembros de una comunidad nacional, sino que se materializa en la defensa de una élite política, en proteger la riqueza acumulada de unos cuantos y en ofrecer la vida a nombre de soberanías que en realidad son magnates que analizan la geopolítica de la guerra desde la comodidad de sus centros de operación bancaria. Morir como acto heroico es un sinsentido cuando en esta vida, nada vale más la pena que la vida misma.

    La manera como se ha dado la construcción de los actores de esta guerra también es parte del ten top del manual del machismo bélico. Tan es así que la virilidad masculina es central en el relato actual. Putin Presidente de Rusia, un macho alfa que no tiene límites; Zelensky, Presidente de Ucrania, por el que nadie daba ni 2 pesos en el campo de lo militar convertido en héroe porque desafió al bravucón y le mostró resistencia. Voluntarios llegados de distintas partes del mundo acostumbrados a la guerra del videojuego que se suman a las filas del bando ucraniano para defender lo que aún nadie entiende bien a bien qué tanto más hay detrás de este conflicto que ahora incluye posibles laboratorios de armas biológicas. Mientras, desde territorio ruso hay quienes desafían el llamado a la guerra como acto de resistencia a la vez que buscan escabullirse entre fronteras, aunque eso no se considere patriótico cuando es lo más cercano a la apuesta por la paz.

    La patria no debería usarse nunca más como bandera de lucha, es un valor que no corresponde a nuestra época en que nos han metido hasta el tuétano aquello de la globalización, la interdependencia y la desterritorialización de las naciones. Pero si de algo debiera servir nombrar a la patria tendría que ser para apelar a su lado femenino, la matria, ese sentido que se ofrece como refugio, como alternativa, como lugar de fuga posible donde nada ni nadie cuestione si el que llega lo hace por miedo, dolor profundo o simple necesidad de huir para no sacrificar la vida a cambio de condecoraciones que al paso del tiempo nadie recuerda ni agradece. Eso es la guerra y todos sabemos que es un engaño.

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