No los dormidos, sino los que sueñan tiene un mundo en común

    Yo, alguna vez, fui no sólo un visitante inesperado, un polizón que consigue colarse, sino un ciudadano con su pasaporte sentimental en regla para poder hablar en los sueños de una mujer cuyo nombre, hoy, ya no vale la pena recordar siquiera. Viví en ese mundo, que era su mundo, su minúscula esfera de sueños, como un habitante bienvenido. Y sé que viví ahí no por haber armado una casa, o por haber conseguido un empleo que diera fijeza circular a mis días, sino porque dentro de ese mundo la vida sí tenía sabor a vida y la certeza de estar existiendo no se prestaba a dudas.

    Le tomé tal afición a la experiencia que, desde entonces, ya sea por invitación o a la fuerza, me paso todo el tiempo que puedo en la blandura refulgente de los sueños y rara vez vengo a esta tierra dura y salpicada de aristas, donde la gente se dedica a papar moscas o a regar una parcela para que se convierta en latifundio. Mi historia y mi patrimonio poco tienen que ver con este mundo.

    Cosas de este calibre le decía, o tuve que haberle dicho, a Kijano la mañana cuando lo conocí. Estábamos en un museo de Culiacán, frente al Autorretrato de Goitia, y yo lamentaba la mala calidad de los óleos empleados en la ejecución de esa obra, pues el tiempo había craquelado la pintura y se apreciaba más la telaraña de grietas que como una red envolvía la cabellera de Goitia que la cabellera del pintor tremolando como una bandera. No son los óleos, sino la mala técnica, dijo Kijano y se soltó con una clase de cómo se aplica correctamente el óleo que no me quedó más remedio que dar la espalda al Goitia y ponerme a aprender. ¿Y éste?, pensé, ¿quién es? Habíamos sido presentados, por supuesto, pero qué poco dicen los nombres y los rostros cuando sólo son eso: rostro y nombre que se archiva en la memoria para activar en el futuro una sonrisa, el saludo automático del cómo has estado y el qué gusto verte que se dicen para salir del paso.

    Y, entonces, me tendió su verdadera tarjeta de presentación: un montón de fotos de sus cuadros. Me quedé sorprendido, encantado, maravillado, y alrededor de unas cervezas nos surtimos con la sinopsis de nuestras vidas. Fue ahí donde le dije, o debí haberle dicho, que nuestro mundo no era ese sobre el que estábamos parados, sino del que estábamos colgados: él, literalmente, de la brocha sutil que se llama pincel y yo, de las palabras que se arremolinan en párrafos y succionan hacia una vida que sí sabe a vida porque está hecha de puros sueños materializados.

    Ha pasado el tiempo y ahora, todos los días, en el ir y venir laberíntico de mis pasos por mi casa suelo detenerme ante una pintura de Kijano, que espléndida domina desde un muro la estancia, y contemplo al hombre vestido de negro, recortado contra un fondo de amarillos y naranjas que lee un libro hueco; el personaje tiene tan mal planchadas las piernas del pantalón y de las mangas que me imagino que son los acordeones que acompañan mi canto. Todos los días, esa pintura de Kijano me devuelve no los fantasmas nocturnales, sino los matutinos, los diáfanos que confluyen en la caja de mis sueños y me disponen a la aventura diaria, a la búsqueda permanente de lo que sabe a vida.

    Los fantasmas nocturnales de Kijano son para mí una síntesis de lo que platicamos aquella vez frente a unas cervezas: ahí está la flama en su sitio; ahí, la luna-garfio ciñendo un seno; ahí, el rastro de saliva que a modo de collar deja el deseo y, por encima de todo, la brutal irrupción de la vida que llama a darse un gran banquete con los manteles puestos. En ese cuadro escucho la voz robusta de Kijano, su misteriosa risa abierta para adentro y se me antoja pensar que aquella primera capa de óleo que Kijano y yo echamos frente al Autorretrato de Goitia para iniciar nuestra amistad y, luego, las capas siguientes, no habrán de craquelarse nunca, pues están fundadas por la hermandad de los sueños.

    (Y con esto termina la carpeta de grabados de Kijano y el diálogo pintura-literatura que he mostrado aquí)

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