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La Rambla

No mires al espejo con poca luz

    Tiempo después de que escuché lo que le había pasado a Ricardo, ponía más atención cuando se hablaba de los espejos.

    Otra vez una señora me dijo que cuando los espejos están muy grandes, no hay que voltear a verlos cuando no hay luz, porque guardan mucha energía, muchos piensan que pueden funcionar como un portal por donde pueden entrar cosas que no conocemos.

    Eso es muy común en las películas de terror, ya ven que antes nos decían que, como las cámaras fotográficas, robaban el alma.

    A Ricardo la experiencia le robó sus aspiraciones, sus sueños de dedicarse a algo que le apasionaba.

    Apenas tenía 17 ó 18 años cuando ya era un socorrista en la Cruz Roja de Culiacán a finales de la década de los años noventa y su valentía y estómago de acero le permitían ir un poco más allá y combinar su tiempo, ganando unos pesos, ayudando a preparar cadáveres en una funeraria local.

    Me contó hace muchos años que él aceptó el trabajo en la funeraria y ayudaba al que recibía los cadáveres, le ayudaba a prepararlos, sobre todo a los que estaban muy accidentados. Pero súbitamente él dejó todo eso, así que una vez le pregunté por que lo dejó, porque yo sabía que agarraba buen dinero ahí.

    Hay veces le daba mucha carrilla, porque le decía que robaban mucho a los cadáveres que llegaban después de morir accidentados.

    Recuerdo que me dio tanto miedo la anécdota que he buscado si alguien más escuchó una historia similar o que quizás era una invención, sacada de una película. Pero ahí sólo he hallado referencias y nada más.

    Me contó que en la sala donde preparaban los cuerpos, había un espejo muy grande, era literalmente un espejo que casi cubría una pared.

    Una de esas tantas veces que le tocó estar en el lugar cuando llegaban los cuerpos, Ricardo tuvo la mala suerte de recibir a un niño de menos de 10 años de edad.

    Sintió mucha pena, porque además de la corta edad en que el niño había muerto, había sufrido un terrible accidente que le desfiguró gran parte del rostro.

    En pocos minutos le halló parecido a alguien a quien conocía, un sobrino muy querido y cercano.

    Pudo descartar que se trataba de él, por los datos con los que arribó al servicio.

    “Ahí está, pues, hay que prepararlo”, le dijo su jefe.

    El cuerpo estaba muy maltratado y Ricardo insistía en que el niño tenía la cara desfigurada.

    Esa noche algo pasó luego de quedarse solo y comenzar a hacer su trabajo.

    Limpiaba el cuerpo, retiraba los restos de su ropa sucia y ensangrentada y los tenis que calzaba.

    Buscó su rostro nuevamente antes de comenzar con las incisiones cuando las lámparas comenzaron a fallar. Eran después de las 10 de la noche.

    El insistente parpadeo de la lámparas cedió, pero la luz quedó tan tenue que parecía estar a punto de perder la batalla contra la oscuridad.

    Ricardo detuvo su trabajo y pensó en esperar a que se arreglara la lámpara, pero también quería terminar pronto y retirarse a descansar.

    Se reacomodó y justo cuando retomaba el protocolo, hubo algo que le llamó la atención.

    El reflejo en el espejo era diferente a lo que había visto: entre el tajo que mostraba la carne abierta en el rostro del pequeño sobresalía una sonrisa feliz.

    Ricardo casi da un salto, regresó su mirada al rostro del cadáver y éste permanecía igual que antes, frío, pálido, sin vida, algo con lo que fácilmente podrías sentir asco y tristeza.

    La lámpara otra vez se apagó, un segundo después revivió con una ráfaga de luz intermitente como en los antros y de nuevo se puso en ese tono débil, casi oscuro.

    Ricardo hizo otro intento por retomar su trabajo, pero recordó la mala experiencia. Su error fue voltear nuevamente al espejo, porque el cadáver del niño de nuevo estaba sonriendo.

    “No mames”, gritó mientras se separaba hacia atrás, con un paso más largo que el anterior, de la plancha donde descansaba el cuerpo del pequeño.

    Ricardo no podía dejar de ver el reflejo del cadáver sonriente y ese escalofrío y ganas de desmayo le invadió el cuerpo con más fuerza.

    No era posible: Cuando él volteaba al espejo y el niño se estaba riendo.

    A lo mejor, le dije, quizás estabas imaginándotelo.

    Volteaba y le veía la cara desfigurada, pero volteaba otra vez al espejo y estaba sonriendo.

    Se quitó las gafas de protección y bajó su cubrebocas. Luego buscó secar el sudor de sus manos en su bata. Respiró hondo y volvió a colocarse en posición para continuar su trabajo. Los desvelos y y la falta de descanso por su labor de socorrista eran demasiado a pesar de su juventud, pensó.

    El cansancio quizá ya le había cobrado factura y la mente le jugaba una broma.

    La tenue luz de nuevo se ausentó por un segundo, el parpadeo iluminó con su ráfaga y otra vez se estacionó en ese tenue gris, era como estar bajo una sombra, como en el bosque, bajo la luz de luna.

    Ricardo esta vez se hizo hacia atrás y miró fijamente el espejo, para encontrarse nuevamente con esa sonrisa feliz del pequeño en el reflejo.

    La diferencia es que ahora, mientras enfocaba su mirada en el reflejo, pudo percatarse de que algo cambió en el rostro del cadáver: el rostro del cadáver, en la plancha, tenía los ojos abiertos.

    Dice que ya no aguantó. Volteó para el espejo, luego volteó de nuevo a ver el cadáver y éste seguía mirándolo.

    Ricardo usó lo último de valentía que le quedaba para dar la vuelta y salir caminando de la sala.

    Dejó el trabajo sin terminar.

    Recuerdo que la plática comenzó en una reunión con cerveza entre amigos, en la que alguien recordó que quienes preparan los cadáveres están tan acostumbrados a ver y oler cosas tan repugnantes, que incluso pueden comer sus alimentos en la misma sala.

    Fue ahí cuando Ricardo nos dijo lo que le pasó y que por eso ya nunca volvió a una funeraria.

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