Periodistas: la muerte de
unos y el silencio de todos

    La mayoría de los periodistas asesinados en el País en este siglo trabajaban en medios pequeños, en comunidades y pueblos. No estaban en la nómina de grandes medios, no eran famosos ni tenían miles de seguidores en redes sociales. No eran, pues, las grandes ceibas o parotas del ecosistema de medios, no eran ellos los que oxigenaban (o intoxicaban) la opinión pública. Pertenecían a la parte básica del ecosistema, algunos de ellos literalmente underground, otros podrían ser considerados despectivamente como parasitarios y sin embargo todos eran parte fundamental del bosque de la libertad de expresión.

    Uno más esta semana. 13 en lo que va del año. 35 en el sexenio de López Obrador. Más de 150 en el Siglo 21. Ernesto Méndez, director del portal Tu Voz en San Luis de la Paz, Guanajuato, el más reciente, que no el último. Fue asesinado junto a otras personas. No mereció ni el típico tuit del director de Comunicación Social de Presidencia de la República asegurando que no habrá impunidad. Ya ni la promesa por incumplir les merece. Para el Presidente no existen. En la mañanera son a lo sumo un tema tangencial, un asunto que hay que despachar rápido, pues no se puede perder el tiempo en eso: hay muchos periodistas y activistas por insultar.

    De acuerdo con la información sistematizada por la organización Artículo 19, el asesinato de periodistas es un fenómeno nacional. Son pocos los estados que se han librado de este fenómeno en los últimos cuatro sexenios: Aguascalientes, Colima, Querétaro, Puebla, Hidalgo, Campeche y Mérida. Un estado, Veracruz, concentra el mayor número de asesinatos de trabajadores de medios de comunicación con 31 (dos de cada 10) y hay otros cuatro que tienen una alta incidencia: Guerrero, Oaxaca y Tamaulipas con 15 cada uno y Chihuahua con 13.

    De los 13 periodistas asesinados este año, cuatro vivían en una ciudad grande (Tijuana, Ciudad Victoria y Culiacán) dos en ciudades medias y siete en pequeñas poblaciones. Los de Tijuana y el de Ciudad Victoria trabajaban en medios impresos (dos en Zeta y otro en el Expreso) el resto en pequeñas radiodifusoras o portales de internet. Salvo Luis Enrique Ramírez de Culiacán, los demás, 12 de los 12, fueron asesinados en estados donde hay disputas territoriales de grupos del crimen organizado.

    La mayoría de los periodistas asesinados en el País en este siglo trabajaban en medios pequeños, en comunidades y pueblos. No estaban en la nómina de grandes medios, no eran famosos ni tenían miles de seguidores en redes sociales. No eran, pues, las grandes ceibas o parotas del ecosistema de medios, no eran ellos los que oxigenaban (o intoxicaban) la opinión pública. Pertenecían a la parte básica del ecosistema, algunos de ellos literalmente underground, otros podrían ser considerados despectivamente como parasitarios y sin embargo todos eran parte fundamental del bosque de la libertad de expresión.

    Cuando se asesina a un periodista, bueno o malo, chayotero o puro, carroñero o exquisito, de una televisora importante o de un pequeño portal de internet, adscrito de tiempo completo a un medio o un amateur que combina otro trabajo y otra forma de ganarse la vida con el reporteo, se atenta contra todo el bosque. Cuando se ataca a un elemento, por insignificante que parezca dentro del sistema, cuando se amenaza o se mata a un periodista, se acalla una voz y enmudece el conjunto. Cuando un elemento nocivo del sistema, el crimen organizado, decide quién puede y quién no puede hablar, la libertad de todos está en riesgo.

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