No hay evidencia de que el Plan Michoacán sea un plan, al menos en términos técnicos. Parece más bien una justificación discursiva para mantener lo ya hecho. Y mientras tanto, otros estados —Baja California, Sinaloa, Guanajuato, Chihuahua, Guerrero, Sonora o Colima— siguen acumulando niveles similares de violencia sin un plan “a medida”
Luego del golpe de realidad que significó el asesinato de Carlos Manzo, el clamor ciudadano logró impactar en la agenda de gobierno. En respuesta, se presentó el Plan Michoacán por la Paz y la Justicia, una medida anunciada como extraordinaria para atender la crisis de violencia en la entidad. Si bien era una reacción obligada, hay al menos tres lecturas conflictivas: la primera, que el anuncio se realizó en Palacio Nacional y no en Michoacán; la segunda, que el contenido del plan carece de innovación real, y la tercera, que la presentación revela una negación persistente a reconocer que Michoacán —como otros ocho estados del país— está incendiado.
En unos días se cumplirán 19 años del Operativo Conjunto Michoacán, la primera intervención del Estado mexicano que inauguró la llamada “guerra contra el narcotráfico”. Desde entonces han pasado tres sexenios y tres planes de atención al estado. Todos han compartido un rasgo: el desconocimiento del contexto local, especialmente a nivel comunitario. Aunque esa omisión corresponde en gran medida al Gobierno estatal, la Federación tampoco la ha corregido, y la centralización del diseño e implementación de estrategias solo ha agravado el problema.
El sexenio pasado, el hilo conductor fue el eslogan de “abrazos, no balazos”, en un escenario donde los grupos criminales se fortalecieron y el Estado perdió control territorial ante el avance de las autodefensas. No entender que Michoacán es un mosaico de realidades locales ha sido la falla común. Y el hecho de que el nuevo plan se haya presentado desde el centro del país confirma que la historia se repite.
El plan anunciado por la Presidenta Claudia Sheinbaum incluye doce ejes de acción alineados con el Plan Nacional de Desarrollo: atención a las causas, consolidación de la Guardia Nacional, fortalecimiento de inteligencia e investigación, y coordinación institucional. Todo suena correcto, pero nada nuevo. Parte de dos premisas discutibles: que la militarización es la vía más eficaz para resolver las deficiencias institucionales y que la pobreza es el principal factor que alimenta la delincuencia organizada.
La evidencia acumulada en casi dos décadas de “guerra contra el narco” muestra lo contrario: ningún estado se ha pacificado con despliegues militares y tampoco se ha logrado recuperar el control territorial. Asimismo, no se ha comprobado que la pobreza lleve a la criminalidad; más bien, la violencia y la falta de gobernabilidad empobrecen a las comunidades, las aíslan y las vuelven más vulnerables a la cooptación criminal.
No se trata de rechazar la presencia de la Guardia Nacional —el control territorial requiere fuerza—, pero la presencia de efectivos no sustituye instituciones funcionales. Hoy las policías municipales están en el abandono: corporaciones de diez o veinte elementos, sin capacitación ni condiciones laborales dignas; cárceles saturadas y dominadas por reclusos; ministerios públicos sin recursos para investigar. En ese escenario, los gobiernos locales se convierten en el eslabón más débil, fácilmente penetrado por la delincuencia.
Tampoco la promesa de fortalecer la inteligencia y la investigación garantiza resultados. En un sistema de justicia disfuncional, encarcelar líderes criminales se convierte en una victoria simbólica si pueden seguir operando desde prisión. La coordinación institucional —tan mencionada en cada sexenio— suele desmoronarse frente a la corrupción y la infiltración, que alcanzan a todo tipo de funcionarios, civiles o militares, policías o gobernadores.
Las llamadas mesas de paz tampoco son una novedad. Se mantienen como espacios cerrados entre autoridades, sin incluir a la sociedad civil ni a comunidades que conocen mejor la dinámica local. Los apoyos a productores, becas o programas para jóvenes no son en sí negativos, pero el diseño nacional los vuelve genéricos. Es como seguir una receta de cocina repetida: los ingredientes no son los mismos en todos los estados, y en algunos, simplemente, nadie quiere cocinar.
Más preocupante aún, en la presentación del plan la palabra “policía” se mencionó sólo una vez, y no se incluyó ningún programa para fortalecer a las policías locales. Omitirlas equivale a negar que son el primer eslabón para recuperar la confianza ciudadana y el control del territorio. Sin policías profesionales y respaldadas, no hay estrategia de seguridad que funcione.
El optimismo nacional podría empujarnos a dar el beneficio de la duda al Plan Michoacán, pero no hay evidencia de que sea un plan, al menos en términos técnicos. Parece más bien una justificación discursiva para mantener lo ya hecho. Y mientras tanto, otros estados —Baja California, Sinaloa, Guanajuato, Chihuahua, Guerrero, Sonora o Colima— siguen acumulando niveles similares de violencia sin un plan “a medida”.
En conclusión, nada nuevo bajo el sol. La seguridad en México continúa atrapada en un círculo de estrategias recicladas, diagnósticos incompletos y políticas centralizadas. La sociedad civil no tiene todas las respuestas, pero hay propuestas concretas —de Causa en Común, México Evalúa o el Programa de Seguridad de la Universidad Iberoamericana— que podrían orientar una discusión más amplia. El problema es que, mientras el gobierno siga escuchándome sólo a sí mismo, seguirá repitiendo los mismos errores y celebrando logros que, una y otra vez, se desvanecen en el humo de la violencia.