Presidencialismo
y gobernadorismo

    En otra dimensión de la tradición centralista, tendremos que seguir de cerca qué relación establecen el Gobernador de Sinaloa y AMLO. Si impera, e incluso apabulla, el presidencialismo pejista o se establecen pautas de trabajo más sanas y modernas... Para un Gobierno estatal la autonomía ante Palacio Nacional al parecer es mucho más difícil que la de los municipios ante el Tercer Piso. Ya veremos qué nos dicen los próximos meses.

    El centralismo es un síntoma de inmadurez democrática y también de etnocentrismo cultural.

    Sin buscar explicaciones históricas de por qué esto es así, diremos que el centralismo en la política y la cultura mexicanas no ha podido ser superado, aunque se han dado pasos importantes.

    Uno de los ejes más visibles y determinantes en el funcionamiento de nuestro sistema político centralista es el presidencialismo, muy diferente, por cierto, al estadounidense, acotado por un real federalismo y una clara división de poderes.

    Nuestro presidencialismo, lo han demostrado innumerables textos, al margen de lo que le concede la Constitución, se levanta sobre pautas no escritas; es decir, es una tradición, en este caso político cultural. Tal hecho sucede cuando las instituciones son débiles y la ciudadanía no ha madurado su republicanismo y conducta democrática, lo cual permite el predominio de los caudillos, caciques, y hombres y mujeres fuertes.

    Ningún partido en el Gobierno federal, ni en los estatales, han podido superar esa tradición centralista. Ni el PRI, su creador, ni el PAN, ni Morena, modificaron la pasión mexicana por los políticos que concentran férreamente el poder. Fox liberó más el funcionamiento del poder político, pero en lugar de fortalecer un sistema realmente federado, lo que sucedió es que se fortalecieron los gobernadores, sobre todo los de Oposición, en algo que Leo Zuckerman llamó los virreinatos y yo llamé, analizando el caso de Juan S. Millán, el gobernadorismo que, incluso, llegó a ser un maximato a la sinaloense; es decir, un poder transexenal.

    Ahora, con López Obrador, el centralismo in extremis ha resurgido, tanto por su estilo de gobernar como por la manera en que el grueso de la población, sobre todo la de bajos ingresos, concibe el poder. Pero, en este caso, vemos un caso realmente difícil de interpretar porque, a pesar de magros resultados en el desarrollo económico, en seguridad, salud y otros más, el apoyo que se le concede es notablemente alto. AMLO es un seductor político de las masas populares fuera de serie. Lo que observamos y escuchamos en el Zócalo de la Ciudad de México el pasado miércoles fue una prueba contundente del fervor, casi religioso, con el que se le entregan sus seguidores. Para sus críticos es incomprensible e inaceptable.

    Otra dimensión del centralismo que predomina en México es que, en López Obrador, a pesar de que él originalmente se formó políticamente fuera de la capital tiene una visión de su gobierno extremadamente centrada en lo que se decide en Palacio Nacional. Para AMLO, la visión centralista en el combate a la corrupción, por cierto, muy limitada a la Federación, también ha tenido éxitos en los poderes estatales y municipales, lo cual, por lo menos con los gobiernos que iniciaron con él, es totalmente falso si vemos los municipios sinaloenses y de otros estados del País.

    Es muy común que una visión centralista del ejercicio del poder y del Estado, y también de sus análisis periodístico y académico, solo tome en cuenta lo que sucede en los poderes federales. Este tremendo error impide entender el funcionamiento de nuestro sistema político y de sus posibilidades de transformación. Y así como AMLO ve al País a través del prisma de Palacio Nacional, lo mismo sucede con muchos analistas y comentaristas de la CDMX e incluso de otras ciudades de México. Creen que el Estado solo es la Federación y dejan de ver a los gobierno estatales y municipales.

    Para fortuna de Morena, esta visión centralista del poder político como de gran parte de la ciudadanía ha hecho que gracias a López Obrador gane la gran mayoría de las elecciones a lo largo del territorio nacional.

    En este proceso es muy importante observar si los nuevos gobernadores de Morena siguen el patrón pejista, lo cual en el caso de Sinaloa no parece suceder tal cual hasta el momento. Lo curioso es que la población, incluyendo periodistas y diferentes analistas, le piden a Rubén Rocha que actúe en los municipios como todos los gobernadores lo han hecho.

    No parece muy claro, al menos para mí, que el conflicto político en Mazatlán lo haya resuelto el Gobernador. Para Rubén Rocha el enredo, declaró, se tenía que resolver autónomamente. Es evidente que no fue así del todo porque en una primera fase intervino Enrique Inzunza y que, quizá, intervinieron actores políticos de la CDMX. Pero, también, la percepción, y no tengo ningún otro argumento, hace pensar que el doctor Rocha Moya no quiso intervenir decididamente en un conflicto municipal, lo cual para muchos es una debilidad, y para mí, es un intento de reducir la injerencia política centralista en los asuntos municipales.

    Si esto es así, hablaríamos de un gesto modernizador del oriundo de Batequitas y si no, pues seguiremos instalados en la tradición premoderna de la política mexicana.

    Ahora bien, en otra dimensión de la tradición centralista, tendremos que seguir de cerca qué relación establecen el Gobernador de Sinaloa y AMLO. Si impera, e incluso apabulla, el presidencialismo pejista o se establecen pautas de trabajo más sanas y modernas.

    Para un Gobierno estatal la autonomía ante Palacio Nacional al parecer es mucho más difícil que la de los municipios ante el Tercer Piso. Ya veremos qué nos dicen los próximos meses.

    Una de las pruebas para Rocha Moya es con quién se va a alinear en la puja por la candidatura morenista para 2024. Apuesto a que seguirá al candidato de López Obrador. En Sinaloa Ricardo Monreal tendrá que buscar otros apoyos.

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